Muerte e inmortalidad

Si el tema del tiempo parece una categoría de corte metafísico, algo alejada de la antropología, no creemos que pase lo mismo con el tema de la muerte y de la inmortalidad que, poco a poco, va sustituyendo conceptos como escatología, parusía, resurrección. Aquí vemos un ejemplo muy claro de la reconversión cultural del cristianismo o de la transición teología => filosofía en la antigüedad cristiana. Communicatio idiomatum o intercambio lingüístico, interacción discursiva o préstamo de categorías que decía Orígenes. La muerte no era una teoría, sino una experiencia diaria en aquellas comunidades represaliadas y perseguidas por su fe. La muerte podía llamar a la puerta en cualquier momento y se convertía en una decisión y destino inmediato muy asumido y meditado. Antes de seguir adelante con este tema, hay que hacer dos anotaciones: con el tema de la muerte se entra en una antropología concreta del individuo, pues es el yo concreto el que muere y, por otra parte, el hecho de la muerte hay que compatibilizarlo con el mantenimiento de la dignidad de la persona. Por el hecho de ser mortal no se pierde la dignidad de ser hombre pues, en cierta medida, se recupera en forma de libertad. La idea del cuerpo como cárcel, sepulcro o materia pesa mucho todavía. Téngase en cuenta que el concepto primero y la defensa inicial de la resurrección en las primitivas comunidades cristianas aceptaba fácilmente la resurrección de la carne.

La discusión o separación en este punto entre alma y cuerpo llegó más tarde a raíz de la confrontación con el platonismo y sus distinciones. Incorporando el cuerpo al hecho de la resurrección, se dificultaba la vuelta o la re-unión del hombre con Dios. Había que dar la vuelta al fenómeno de la resurrección adscrito solo a la condición espiritual del hombre, pero salvando la individualidad que comprende ambos extremos, cuerpo y alma. Por lo demás, si no resucita el cuerpo del hombre, eso parece contradecir la resurrección física de Jesús y su resurrección social o corporativa de la humanidad después de Él, aminorando y recortando así el poder de Dios sobre vivos y muertos. Igualmente, había que salvar la afirmación bíblica de la muerte real del cuerpo de Cristo como cordero sacrificado y oferta pues, de lo contrario, no habría redención ni salvación a cambio. Como se ve, el problema de la resurrección y de la inmortalidad no está tanto en el hecho (que también), sino en la continuidad e identidad entre el ser personal anterior y posterior a la muerte. Tiene que haber un principio de transición, un elemento sustancial puente que, de acuerdo con la esencia del devenir y del cambio en Heráclito, algo permanezca y algo cambie en la fenomenología de la resurrección. Ese principio de unidad, esa realidad común puede ser ya lo que más adelante llamaremos persona. No hay interrupción esencial de la mismidad aunque haya alteración de las formas de existencia de una a otra orilla de la muerte. Cambian las cualidades y hasta las situaciones o los estados, pero no la esencia y la sustancia. Quien muere y quien resucita debe ser el mismo y la continuidad entre los dos mundos se reduce a uno solo que es el programado por Dios desde la creación del único mundo existente. La muerte no puede ser la última dimensión del mundo. La muerte ha sido vencida por la vida. Podemos decir que Orígenes llevó a cabo una delicada y difícil operación de distinguir o graduar los elementos del hombre reconocibles y procedentes del platonismo para salvar las exigencias de la inmortalidad desde el punto de vista cristiano.

Lo que San Agustín (354–430) significó para el cristianismo occidental, lo fue Orígenes para la Iglesia oriental de su tiempo. En el análisis tridimensional del hombre en Orígenes (cuerpo, alma, espíritu) parece que todo está referido al pneuma, al espíritu, que es la culminación de la persona. La inmortalidad y la resurrección antropológica sería una transformación interna del hombre por la cual, el espíritu va cristalizando o ganando espacio y funciones a los otros dos elementos. A ese principio activo y espiritual se deben atribuir todas las características del hombre futuro: inmaterial, incorruptible, inmortal. Por la ley de la simetría histórica y antropológica, esta situación final del hombre debería ser igual que la del principio: preexistencia y subsistencia son las llaves que abren y cierran el ser humano. Pero lo mismo que se afirma del hombre se dice también del mundo. Hubo un precedente (antes de la creación) y ahora tiene que haber un siguiente o final después de la redención. Porque Cristo es el principio y el fin, el alfa y omega, el que hace nuevas todas las cosas. Así, pues, el itinerario antropológico coincide con el cristológico en Orígenes: la trayectoria circular del hombre es así: el cuerpo salió de su anterioridad, pasó a su presencialidad mundana con el alma y ahora vuelve a su posterioridad. Es el mismo verso y la misma melodía en distintos tiempos.

Fernández González, J. (2016). Historia de la Antropología Cristiana: De la antropología cultural a la teología fundamental (pp. 83–84). Barcelona, España: Editorial CLIE.

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