La interpretación bíblica patrística es el estudio de cómo entendían la Biblia los antiguos escritores cristianos conocidos colectivamente como los “Padres de la Iglesia”. Este término no es ni mucho menos tan antiguo como los hombres a los que se refiere, y no se generalizó su uso hasta tiempos relativamente modernos. El adjetivo “patrístico” fue popularizado por el erudito luterano alemán Johann Franz Buddeus (1667–1729), aunque no fue el primero en agrupar a los primeros escritores cristianos como “Padres”.1 Ese honor corresponde a otro erudito luterano alemán, Johannes Gerhard (1582–1637), cuyo estudio sobre ellos se publicó póstumamente con el título de Patrologia.2 Ambos se basaban en una antigua tradición según la cual los cristianos consideraban a los fundadores y líderes postapostólicos de sus comunidades locales como “padres”, independientemente de que dejaran o no vestigios escritos. A los que escribieron se les concedió el estatus de “doctores de la Iglesia” ya en el siglo IV, cuando Jerónimo (ca. 347–420) escribió breves biografías de los que conocía (De viris illustribus), y fue como doctores que se les citaba generalmente antes del siglo XVII. Las ediciones impresas de sus obras empezaron a aparecer poco después de que se inventara la imprenta, pero fueron los monjes benedictinos de Saint Maur (Francia) quienes realizaron las primeras ediciones críticas de ellas en los siglos XVII y XVIII. Su logro se conoce hoy principalmente a través de las reimpresiones publicadas por Jacques-Paul Migne (1800–1875), cuya Patrologiae Cursus Completus, a pesar de sus muchas insuficiencias, sigue siendo una obra de referencia.3 Desde entonces, se han hecho muchas traducciones a las lenguas modernas, y poco a poco se están haciendo nuevas ediciones críticas de los textos originales, aunque el proceso está aún lejos de completarse.
Tal y como los definieron Gerhard, Buddeus y los monjes de Saint Maur, los Padres fueron hombres prominentes de ortodoxia intachable cuyo legado literario dio forma y defendió las formulaciones teológicas de los cuatro grandes concilios “ecuménicos” de la antigüedad: Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso I (431) y Calcedonia (451). A los decretos conciliares hay que añadir el Credo de los Apóstoles y el Quicunque vult, o Credo Atanasiano, los cuales no fueron autorizados por ningún concilio eclesiástico, pero que se mantienen en la misma tradición. Con el paso del tiempo, se ampliaron los límites de quiénes podían contarse entre los Padres. Migne incluyó a los escritores latinos hasta el IV Concilio de Letrán en 1215, junto con los escritores griegos de un período aún más tardío, pero hoy la mayoría de los eruditos limitan considerablemente el marco temporal y excluyen la Edad Media. No hay una fecha límite universalmente acordada, pero incluso según el cálculo moderno más generoso, los últimos autores considerados como Padres son Beda (673–735) en el Occidente latino y Juan de Damasco (ca. 650–750) en el Oriente griego. Al mismo tiempo, los antiguos cristianos que escribieron en lenguas orientales, como el copto (Egipto), el siríaco y el armenio, aunque siguen siendo mucho menos conocidos que los que utilizaron el latín o el griego, son considerados ahora también como Padres de la Iglesia. Una de las razones es que varios escritos patrísticos griegos que se han perdido en el original se conservan en una o varias de estas lenguas orientales (o en latín), lo que hace necesario incluirlos.4
Siempre se ha sabido que los Padres se consideraban a sí mismos como guardianes e intérpretes de la Biblia, y durante mil años sus interpretaciones, a menudo filtradas a través de recopilaciones y extractos de sus escritos, se consideraron autorizadas para la Iglesia. La primera ruptura importante con esa tradición se produjo en una serie de conferencias de Martín Lutero (1483–1546) sobre Gálatas, que pronunció en 1519. En esas conferencias, Lutero profundizó en los Padres y discrepó de sus interpretaciones en muchos puntos. Su argumento principal era que no habían comprendido bien la teología del apóstol Pablo, y en particular su doctrina de la justificación por la sola fe. Ese fracaso había conducido a siglos de malentendidos que oscurecieron el camino de la salvación y ocultaron la verdad del evangelio.
El desacuerdo de Lutero con muchas (aunque no todas) de las conclusiones de los Padres fue acompañado por la comprensión de los eruditos del Renacimiento de que el texto de la Biblia en el que se basaban era defectuoso en muchos aspectos.5 La Biblia que todo el mundo utilizaba en la Europa Occidental del siglo XVI era la traducción latina de Jerónimo, conocida como Vulgata (de la palabra latina vulgata, “popular”), la cual, a pesar de su alta calidad en general, era inadecuada para las necesidades de aquellos que habían sido influenciados por el nuevo enfoque de las fuentes antiguas que caracterizó al Renacimiento. Gracias en gran medida a la obra de Erasmo de Róterdam (ca. 1466–1536), se produjo un renovado interés por el estudio textual del Nuevo Testamento en su griego original y del Antiguo Testamento en hebreo, lo que transformó la manera de realizar los estudios bíblicos. Era difícil (aunque no imposible) reprochar a los Padres su griego, sobre todo porque para muchos de ellos era su lengua materna, pero su ignorancia del hebreo era otra cosa. Casi ninguno de los Padres había estado familiarizado con esa lengua, y pocos habían apreciado hasta qué punto los patrones de pensamiento semítico subyacen en el Nuevo Testamento, que en algunos lugares es poco más que una traducción del arameo, la lengua hablada por Jesús.6
Jerónimo sabía que la traducción griega estándar del Antiguo Testamento, conocida como la Septuaginta, era defectuosa, e insistió en traducir el texto a partir del original hebreo, el cual intentó aprender para ello.7 Pero incluso él se vio obligado a confiar en tres traducciones griegas más precisas realizadas por judíos en épocas posteriores (Aquila, Símaco y, especialmente, Teodoción) y a consultar a los rabinos cuando surgían dificultades. Por lo tanto, era fácil para los eruditos del Renacimiento argumentar que las interpretaciones del Antiguo Testamento por parte de los Padres eran cuestionables sobre la base de que el texto que utilizaban no era fiable, y algunos de ellos fueron implacables en sus críticas. El resultado fue que, aunque los Padres siguieron siendo leídos por sus conocimientos teológicos y espirituales, la calidad de gran parte de su exégesis bíblica se puso cada vez más en duda y sus comentarios fueron silenciosamente dejados de lado.
El auge de lo que hoy llamamos el método histórico-crítico en los siglos XVIII y XIX confirmó esta valoración negativa y relegó la interpretación bíblica patrística al nivel de conjeturas premodernas, no científicas, que podían desestimarse a efectos prácticos. Incluso los eruditos especializados en la historia de la Iglesia primitiva la ignoraron o la mencionaron principalmente para demostrar lo inaceptable que era. Desde su punto de vista, lo que decía la Biblia, rara vez era lo que la mayoría de los Padres imaginaban que decía, y por ello la comprensión de los Padres, por fascinante que fuera a veces, se desechaba como pintoresca y esencialmente irrelevante para cualquier estudio serio del tema.
En los últimos años, este consenso ha sido cuestionado por una serie de eruditos que han querido retroceder tras el auge de la crítica histórica y revaluar los métodos y conclusiones de épocas anteriores. Los eruditos de la Iglesia primitiva se habían dado cuenta de la importancia de la Biblia para sus intereses, y de que, estemos o no de acuerdo con los Padres, los principios interpretativos que los guiaron deben tomarse en serio si queremos entender cómo se desarrolló el cristianismo. Entre esta nueva ola de eruditos hay varios que han tratado de recuperar los métodos (e incluso muchas de las conclusiones) de los Padres. En su opinión, la crítica histórica ha devastado el mundo cristiano y lo ha dejado indefenso frente a las fuerzas del secularismo, pero al volver a las fuentes y reactivarlas para su uso moderno —un proceso que a veces se conoce con la palabra francesa ressourcement— existe la esperanza de que el espíritu que animó a los primeros cristianos pueda revigorizar a sus descendientes y reanimar a la Iglesia actual.
Si se puede hacer con éxito, o hasta qué punto, debe seguir siendo una cuestión de debate y no se sabrá hasta dentro de algún tiempo. Pero lo que sí es cierto es que la interpretación bíblica del período eclesiástico primitivo ha vuelto al primer plano de la investigación académica y debe ser tomada en serio, incluso por quienes se inclinan a despreciarla (en su mayor parte). Esto tiene la gran ventaja de que nos permite examinarla de forma más o menos objetiva, de una manera que habría sido más difícil hace una o dos generaciones. Los testigos de épocas pasadas son ahora libres de hablarnos en sus propios términos, y nosotros estamos dispuestos a escucharlos, incluso si cualquier apropiación moderna de su legado está destinada a ser compleja y posiblemente controvertida. Los cristianos se han beneficiado de esta nueva apertura al pasado premoderno, pero los motivos que la impulsan son a menudo seculares y no conducen necesariamente a una mayor aceptación de la validez de lo que los Padres tenían que decir. En palabras del difunto teólogo francés Charles Kannengiesser (1926–2018), al describir el renacimiento de los estudios patrísticos después de 1945:
En lugar de aislarlos de su contexto secular con fines más estrechamente teológicos —lo que se hacía con demasiada frecuencia en los estudios patrísticos del pasado—, los logros fundacionales de los hombres y las mujeres de la Iglesia primitiva se perciben cada vez más como un ejemplo del comportamiento social, político y espiritual propio de su tiempo. Este cambio en la perspectiva de los orígenes cristianos subraya los cambios que se están produciendo actualmente en los estudios patrísticos. Así, al abrirse más a las cuestiones seculares, el estatus básico de los orígenes cristianos se vio profundamente modificado, liberado por fin de los confines de la apologética confesional. Las modificaciones correspondientes dentro de la disciplina de la exégesis patrística reflejan un proceso en curso de una remodelación fundacional mucho más amplia de las tradiciones cristianas entre los teólogos e historiadores del pensamiento cristiano.8
El análisis de Kannengiesser es una evaluación justa de los estudios patrísticos tal y como se llevan a cabo ahora en los círculos académicos, pero este enfoque moderno está destinado a dejar a los cristianos insatisfechos. Los Padres de la Iglesia creían que estaban interpretando una revelación de Dios. Esa revelación debía encontrarse en la Biblia, y el verdadero significado del texto debía buscarse en lo que dice sobre Dios y no en lo que nos dice sobre los escritores humanos que registraron su palabra. Puesto que Dios no cambia, lo que la Biblia dice sobre él debe ser coherente de principio a fin, independientemente de las circunstancias en las cuales se reveló el conocimiento de él o de la forma que adoptó esa revelación. Desde el punto de vista cristiano, los eruditos modernos que piensan en la Biblia como un registro de antiguas creencias judías y cristianas que cambiaron y se desarrollaron con el tiempo, no entienden nada. Para los Padres, como para los creyentes cristianos de hoy, un hilo teológico común une la Biblia y constituye la base para interpretarla. Habrían rechazado la visión secular moderna de que esta unidad teológica se ha superpuesto a textos que originalmente tenían poco o nada en común.
En cuanto a la distinción tradicional entre ortodoxia y herejía, muchos eruditos modernos creen que fue en gran medida la imposibilidad de conciliar estas fuentes dispares lo que obligó a los Padres a elegir cuáles aceptar y cuáles rechazar, creando así divisiones que crearon fracturas en la Iglesia. Es posible que sus elecciones no hayan sido del todo arbitrarias, por supuesto, pero se decidieron por criterios teológicos, y a veces incluso políticos, los cuales luego se convirtieron en la base de la interpretación de los propios textos. El resultado fue que muchos de esos textos se distorsionaron para ajustarse a un patrón predeterminado. Evidentemente, quienes estén de acuerdo con los presupuestos teológicos de los Padres estarán más inclinados a aceptar sus conclusiones (o al menos algunas de ellas) como válidas, y eso es lo que motiva a muchos cristianos creyentes hoy en día. Los que no comparten esa perspectiva pueden registrar las interpretaciones de los Padres por lo que fueron, pero probablemente las rechazarán como guía de lo que debemos aceptar hoy, ya sea sobre la Biblia o sobre el Dios del que la Biblia pretende hablar.
La interpretación bíblica patrística no es, pues, una forma de arqueología literaria que solo interesa a los especialistas. Es un campo de batalla de ideas, en el que está en juego la credibilidad de la tradición cristiana. Retirarse a una especie de fundamentalismo patrístico, en el que todo lo dicho y hecho por los Padres debe ser aceptado como infalible, no es una opción, a pesar de que algo parecido se encuentra ocasionalmente en las Iglesias ortodoxas orientales.9 Por otro lado, tampoco se puede justificar el rechazo categórico de la tradición patrística. De un modo u otro tenemos que aceptarla y decidir cómo debemos apreciarla (y hasta qué punto podemos apropiarnos de ella) hoy en día. Pero antes de considerar esto, debemos tener claro de qué estamos hablando. ¿Qué entendemos por Biblia? ¿Quiénes eran exactamente los Padres y qué autoridad poseen en la historia de la Iglesia? Y, por último, ¿qué clasificamos como interpretación, en contraposición a la mera cita o alusión a textos que eran ampliamente conocidos por muchos?
1 J. F. Buddeus, Isagoge historico-theologica ad theologiam universam (Leipzig: Thomas Fritsch, 1727).
2 J. Gerhard, Patrologia (Jena: Georg Sengenwald, 1653).
3 Existe una serie latina (Series Latina, abreviada PL) en 221 volúmenes, publicada entre 1844 y 1865, y una serie griega (Series Graeca, abreviada PG) en 161 volúmenes, con traducción latina paralela, publicada entre 1857 y 1866, que se remonta al Concilio de Florencia de 1439.
4 Algunos Padres eran bilingües en mayor o menor grado, pero casi ninguno escribió en más de una lengua. El griego fue el medio de comunicación preferido durante toda la Antigüedad, y es notable que, aunque con frecuencia se hicieron traducciones del mismo al latín o a una de las lenguas orientales, casi nada de lo escrito originalmente en una de ellas se tradujo al griego. Incluso el gran Agustín tuvo que esperar 850 años antes de que sus obras encontraran un traductor al griego.
5 Lutero era generalmente favorable a intérpretes como Agustín, Jerónimo y Juan Crisóstomo, pero no dudaba en criticarlos cuando lo consideraba necesario. En el contexto de su época, esto era en sí mismo revolucionario, ya que los Padres eran generalmente considerados como fuentes fiables de la enseñanza cristiana.
6 El arameo está estrechamente relacionado con el hebreo y, de hecho, se confunde con él en el Nuevo Testamento (Hch 21:40) porque a los forasteros les parecía muy similar. Para un paralelo moderno, considere el holandés de Pensilvania, que es un dialecto del alemán, no del holandés (neerlandés) como lo entendemos.
7 El nombre deriva de la palabra latina septuaginta, “setenta” (abreviada como LXX), porque la leyenda dice que fue traducida por setenta eruditos enviados desde Jerusalén a Alejandría con ese fin. Los griegos utilizan su propia palabra para “setenta”, que es hebdomēkonta (abreviada como O’).
8 C. Kannengiesser, Handbook of Patristic Exegesis, 2 vols. (Leiden: Brill, 2004), 1:5.
9 En particular, los ortodoxos suelen considerar la Septuaginta (LXX) como una traducción de inspiración divina, esto les hace reacios a comprometerse con las interpretaciones del texto que difieren de ella, aunque se basen claramente en los originales hebreos.
Gerald Bray, Cómo leían la Biblia los Padres de la Iglesia: Una breve introducción (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2022).

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