La muerte se transforma en vida

Salmo 116:15, NVI

«Mucho valor tiene a los ojos del Señor la muerte de sus fieles»

Introducción

En la Funeraria y Cementerio La Santa Cruz de Arecibo, Puerto Rico, donde velamos y está sepultada mi suegra la Rvda. Juanita Rodríguez Santiago, hay una placa en bronce que lee:

Parientes, amigos y vecinos se reúnen para conmemorar la vida y la muerte de un ser querido. Muchos vuelven a encontrarse de nuevo. Se comparten los recuerdos…. unos tristes, otros alegres. Pero más que nada, prevalece el amor.

Sus ofrendas conmemorativas adoptan un sinnúmero de formas. Sus pensamientos fervorosos y su presencia brindan amor, apoyo, amparo y esperanza a la familia desconsolada.

Nuestra funeraria y su atento personal están aquí para servirle durante este periodo en el cual Dios ha llamado a un ser querido para el descanso eterno. (Funeraria González).

1. Lo que hace Dios cuando mueren sus santos

«Porque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; Él nos guiará aun más allá de la muerte» (Sal. 48:14).

Esa es la gran seguridad que tenemos como creyentes, que aquí en la tierra nos guía nuestro Señor Jesucristo. Pero allá, más allá de la muerte, también, nos seguirá guiando. No estaremos solos. No hay porque temer.

«Aun cuando atraviese el negro valle de la muerte, no tendré miedo, pues tú irás siempre muy junto a mí. Tu vara de pastor y tu cayado me protegen y me dan seguridad» (Sal. 23:4, NBV).

Este pasaje bíblico del Salmo 48:14 citado en otras versiones bíblicas presenta este sentido textual:

Nueva Biblia Vida: «Este Dios es nuestro Dios por los siglos de los siglos. Él será, nuestro guía hasta que muramos»

Nueva Traducción Viviente: «Pues así es Dios. Él es nuestro Dios por siempre y para siempre, y nos guiará hasta el día de nuestra muerte»

En este mundo, el creyente disfruta de la guía del Espíritu Santo. Pero también, más allá de la muerte tenemos esa esperanza y esa seguridad de que no nos dejará Dios. ¡La muerte se transformará en vida!

2. Lo que ha preparado Dios para sus santos que mueren

«Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor. 2:9).

Cosas que ojo no ha visto ni oído ha escuchado ni la mente ha imaginado, jamás podrán –aquí en la tierra y en esta vida– ni el arte ni la poesía ni la prosa ni el más selecto lenguaje de la oratoria, describir todo aquello que Jesucristo ha preparado para aquellos creyentes que le han profesado su amor.

«Conozco a un hombre que cree en Cristo, y que hace catorce años fue llevado a lo más alto del cielo. No sé si fue llevado vivo, o si se trató de una visión espiritual. Solo Dios lo sabe.

Lo que sé es que ese hombre fue llevado al paraíso, y que allí escuchó cosas tan secretas que a ninguna persona le está permitido decirlas» (2 Cor. 12:2–4, TLA).

El cielo, como lugar y estado en la eternidad, no es posible comprenderlo con nuestra mente finita. Su descripción va más allá de lo inimaginable.

Jesús de Nazaret describió el cielo como un lugar de moradas, donde Él fue a preparar el lugar a los creyentes

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:1–3).

Juan el amado describió parte del cielo como una megápolis de oro, con fundamentos de mega piedras preciosas y con puertas como mega perlas

«Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Apoc. 21:10–14).

«La ciudad se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios; la longitud, la altura y la anchura de ella son iguales. Y midió su muro, ciento cuarenta y cuatro codos, de medida de hombre, la cual es de ángel. El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio; y los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento era jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, ónice; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista. Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla. Y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio» (Apoc. 21:16–21).

La Nueva Jerusalén literalmente es una ciudad tetragonal y espiritualmente es la Iglesia

«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido» (Apoc. 21:1–2).

Pablo de Tarso habló de la Iglesia como una virgen pura: «Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo» (2 Cor. 11:2).

Pablo de Tarso comparó la relación marido y esposa con Cristo y la Iglesia: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:25–27).

Viajemos en el tren de la imaginación para contemplar a esa ciudad de 1 500 millas de ancho, de largo y de alto. Un tamaño mayor que Francia, Alemania y comparado a dos terceras partes del territorio de los Estados Unidos de América. A esa longitud de la Nueva Jerusalén debe sumársele su altitud.

Sus materiales son fuera de serie, como el oro de la ciudad, las puertas de perlas, los cimientos de piedras preciosas y su brillo como de piedra preciosísima. Eso nos hace pensar en esa peregrinación al cielo por los santos que han partido y los santos que llegaremos.

3. Lo que hará Dios por sus santos que mueren

«Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Apoc. 21:4).

«Él secará sus lágrimas, y no morirán jamás. Tampoco volverán a llorar, ni a lamentarse, ni sentirán ningún dolor, porque lo que antes existía ha dejado de existir» (TLA).

En el cielo los males que agobian esta vida presente, enfermedad, tristeza, dolor, sufrimiento, soledad, tratamientos, medicamentos, terapias clínicas, hospitales, dietas restringidas, depresión, angustia, miedo, tribulación, lágrimas, lamentos o culpas, ya no estarán presentes.

Dios muchas veces utiliza el proceso de la muerte para librarnos del dolor y del sufrimiento. El mismo nos acerca a Dios en fe y esperanza. Tanto el moribundo como el acompañante experimentan el amor y la compasión que surge entre ellos como resultado de lo sucedido. Los sanos se acercan más al moribundo y el moribundo los necesita más.

4. Lo que valoriza Dios de la muerte de sus santos

«Estimada es a los ojos de Jehová La muerte de sus santos» (Sal. 116:15).

Otras versiones de la Biblia arrojan luz sobre este Salmo 116, y nos ayudan a reflexionar:

Nueva Traducción Viviente: «Al SEÑOR le conmueve profundamente la muerte de sus amados»

Nueva Biblia Vida: «Sus amados son muy preciosos para él; le causa tristeza cuando ellos mueren»

Traducción en Lenguaje Actual: «Dios nuestro, a ti te duele ver morir a la gente que te ama»

Cuando fallece un creyente, muchos lo llorarán, muchos lo echarán de menos; su ausencia se sentirá por mucho tiempo, un asiento quedará vacío en muchos lugares, una voz se apagará en muchos oídos, una mirada ya no se verá, una sonrisa no se recibirá.

Dios también se conmueve profundamente, se entristece, le duele en su naturaleza divina, cuando un creyente que lo ama, que le ha servido, que lo ha obedecido, tiene que morir. Ese creyente no predicará más para Dios. Ya no hará más oraciones a Dios. Ya no será más su testigo aquí en la tierra.

Desde el cielo hay una «grande nube de testigos» (Heb. 12:1, RV1960) para la Iglesia. El autor a los Hebreos 11:4–40, los describe como hombres y mujeres de fe que habían vivido

«Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante» (Heb. 12:1, NVI).

Cuando falleció Moisés, Dios sintió su muerte. Por cuarenta años, Dios y Moisés fueron socios en la misma empresa espiritual. La muerte de Moisés sobrecogió a Dios.

«Aconteció después de la muerte de Moisés siervo de Jehová, que Jehová habló a Josué hijo de Nun, servidor de Moisés, diciendo: Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel.» (Jos. 1:1–2).

Dios tuvo varios líderes identificados y cercanos a su corazón; y sus muertes, Él, las tuvo que sentir

Enoc anduvo con Dios: «Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios» (Gn. 5:24).

Abraham fue llamado amigo de Dios: «Pero tú, Israel, siervo mío eres; tú, Jacob, a quien yo escogí, descendencia de Abraham mi amigo» (Is. 41:8).

«Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios» (Stg. 2:23).

David agradó al corazón de Dios: «Quitado éste, les levantó por rey a David, de quien dio también testimonio diciendo: He hallado a David hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero» (Hch. 13:22).

Pero nuestra vida está condicionada a la voluntad soberana de Dios. Viviremos hasta que Jesucristo lo decida

«Del Señor vienen la muerte y la vida; él nos hace bajar al sepulcro, pero también nos levanta» (1 Sam. 2:6, NVI).

«También investigué minuciosamente esto: que los justos y los sabios dependen de la voluntad de Dios; nadie sabe si Dios los favorecerá o no. Es cosa de azar. Buenos y malos, religiosos y descreídos, blasfemos y justos, tienen el mismo final. Parece muy injusto que sea igual el destino de todos. Por eso es que los humanos no se preocupan más del bien, sino que eligen su camino de locura, pues no tienen esperanza; al fin y al cabo lo único que les espera es la muerte» (Ecl. 9:1–3, NBV).

«Cuando estos dos profetas hayan terminado de anunciar mi verdadero mensaje, el monstruo que sube desde el Abismo profundo peleará contra ellos, y los vencerá y los matará» (Apoc. 11:7, TLA).

Jesús de Nazaret reaccionó como humano y amigo al ver a María llorando por la muerte de su hermano Lázaro

«Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró» (Jn. 11:33–35).

Traducción en Lenguaje Actual rinde: «Cuando Jesús vio que María y los judíos que habían ido con ella lloraban mucho, se sintió muy triste y les tuvo compasión. Les preguntó: —¿Dónde sepultaron a Lázaro? Ellos le dijeron: — Ven Señor; aquí está. Jesús se puso a llorar, y los judíos que estaban allí dijeron: “Se ve que Jesús amaba mucho a su amigo Lázaro”»

La muerte de Lázaro estremeció, conmovió, entristeció y llenó de compasión al Maestro de la Galilea. Jesús nunca antes lloró por la muerte de otra persona. Es más, le pidió a las mujeres de Jerusalén que no lloraran por Él.

«Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc. 23:28).

Las palabras del profeta Jeremías ante la muerte del rey Josías, la invasión de Jerusalén y el cautiverio de Joacaz, rey de Judá

«No lloren ni se pongan tristes por la muerte del rey Josías. Lloren más bien por su hijo Salum que será llevado a otro país. Allí lo tratarán como esclavo, y nunca más volverá a ver la tierra donde nació». «Y yo declaro que Salum nunca más volverá a ver este país, pues morirá en el lugar al que será llevado». «Y así sucedió. Tiempo después, tras la muerte de su padre Josías, Salum llegó a ser rey de Judá, pero se lo llevaron a Babilonia» (Jer. 22:10–12, TLA).

El profeta Jeremías aconsejó al pueblo a no seguir llorando por el buen rey Josías que ya había fallecido. No podemos llorar para siempre a alguien que murió. El tren de la vida debe continuar su recorrido por la tierra de los vivientes.

El profeta Jeremías les deja saber que si tienen que llorar lo hagan por el rey Salum conocido también como Joacaz, quien fue llevado al exilio de Babilonia como esclavo, de donde no regresaría y moriría.

«Y sus siervos lo pusieron en un carro, y lo trajeron muerto de Meguido a Jerusalén, y lo sepultaron en su sepulcro. Entonces el pueblo de la tierra tomó a Joacaz hijo de Josías, y lo ungieron y lo pusieron por rey en lugar de su padre» (2 R. 23:30).

Según Eclesiastés 3:2–8, en la Traducción en Lenguaje Actual, hay tiempo para todo lo que se quiere debajo del sol

«Hoy nacemos, mañana morimos; hoy plantamos, mañana cosechamos; hoy herimos, mañana curamos; hoy destruimos, mañana edificamos; hoy lloramos, mañana reímos; hoy guardamos luto, mañana bailamos de gusto; hoy esparcimos piedras, mañana las recogemos; hoy nos abrazamos, mañana nos despedimos; hoy todo lo ganamos, mañana todo lo perdemos; hoy todo lo guardamos, mañana todo lo tiramos; hoy rompemos, mañana cosemos; hoy callamos, mañana hablamos; hoy amamos, mañana odiamos; hoy tenemos guerra, mañana tenemos paz»

Conclusión

El fallecimiento de un ser querido, de un amigo, de un vecino causa consternación y tristeza, pero tenemos la fe y esperanza que ahora él o ella descansa en los brazos del Gran Salvador.

No pueden estar más con nosotros, no hablaremos más con ellos, no los abrazaremos más, pero un día estaremos nuevamente reunidos con ellos. No les decimos: ¡Hasta nunca! Les decimos: ¡Hasta luego! Esa es nuestra gran esperanza. La muerte se transforma en vida.

NVI Nueva Versión Internacional

TLA Traducción en Lenguaje Actual

RV1960

NBV Nueva Biblia Vida

Silva Bermúdez, K. (2018). Sermones actuales sobre la muerte, el luto y la esperanza de personajes bíblicos (pp. 213–220). Barcelona, España: Editorial CLIE.

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