Durante este período las fuertes convicciones religiosas de diversos grupos —especialmente de católicos y protestantes— llevaron a cruentas guerras que en algunos casos diezmaron la población. En Alemania y buena parte de Europa tuvo lugar la Guerra de los Treinta Años (1618–1648), posiblemente la más sangrienta que Europa había visto hasta entonces.
A pesar de la Paz de Augsburgo, por largo tiempo continuó habiendo encuentros y escaramuzas entre protestantes y católicos. Por fin, la guerra abierta comenzó en Bohemia, tras el episodio que se conoce como «la defenestración de Praga» (1618). Los protestantes bohemios se rebelaron, y las tropas católicas ahogaron la rebelión en sangre, no sólo en Bohemia, sino doquiera los rebeldes tenían aliados. Los daneses intervinieron entonces en defensa de los protestantes, y tras cruentas batallas solamente se llegó a un armisticio que no satisfizo a nadie. Poco después, los suecos invadieron Alemania bajo el hábil mando de su rey Gustavo Adolfo. Este logró importantes triunfos para los protestantes, pero murió en el campo de batalla. Por fin, la Guerra de los Treinta Años terminó con la Paz de Westfalia (1648), que garantizaba la libertad religiosa, aunque únicamente para católicos, luteranos y reformados.
En Francia se abandonó la anterior política de tolerancia.Esa tolerancia se basaba en la concesión de un número de plazas fuertes a los protestantes. Empero Richelieu, el ministro de Luis XIII, al mismo tiempo que favorecía a los protestantes en la Guerra de los Treinta Años, no podía tolerar la existencia dentro de Francia de tales baluartes protestantes. Ello llevó de nuevo a la guerra religiosa, que culminó en el sitio de La Rochelle, el último reducto protestante.
El próximo rey, Luis XIV, le puso fin a la tolerancia religiosa mediante el Edicto de Fontainebleu (1685), que prohibía el protestantismo. A pesar de ello, el protestantismo continuó existiendo en Francia, en lo que se llamó «la iglesia del desierto».
En Inglaterra tuvo lugar la revolución puritana, que llevó a la guerra civil, la ejecución del rey Carlos I, y otra serie de guerras, para por fin llegar a una situación muy parecida a la que existía antes de la revolución.
Isabel murió sin dejar descendencia, y su sucesor fue su primo Jaime, quien ya era Rey de Escocia. Bajo Jaime y bajo su hijo Carlos I, hubo cada vez mayor descontento con la política religiosa oficial. Los «puritanos» insistían en una iglesia purificada de todo lo que no fuera bíblico, y fueron encontrando cada vez más apoyo en el Parlamento. Los reyes seguían políticas más tradicionales, y se apoyaban en los obispos, en su mayoría sumisos a la corona. El Parlamento convocó la Asamblea de Westminster, cuya Confesión (1647) vino a ser documento fundamental de la ortodoxia calvinista. Por fin, los conflictos entre el Rey y el Parlamento llevaron a la guerra civil, con la consecuencia de que Carlos I, derrotado por el Parlamento, fue ejecutado (1649).
Vino entonces el «Protectorado» de Oliverio Cromwell, quien se había distinguido en la guerra civil. Al mismo tiempo, los puritanos se dividían cada vez más, de modo que había «independientes», «presbiterianos», «sabatistas», «niveladores», etc., etc. A la muerte de Cromwell, su hijo Ricardo no pudo continuar su obra, y por fin la monarquía fue restaurada en la persona de Carlos II. Esto a su vez trajo una reacción contra los puritanos, que continuó bajo el reinado de Jaime II. Pronto se temió una restauración católica.Por fin los ingleses se rebelaron, Jaime II fue derrocado, y le sucedieron Guillermo de Orange y su esposa María (1688).
Tras todas estas guerras se encontraba el espíritu inflexible de las diversas ortodoxias —católica, luterana y reformada. Para cada una de estas ortodoxias, cada detalle de doctrina era sumamente importante, y por tanto no se debía permitir la más mínima desviación de la ortodoxia más estricta. El resultado fue, no sólo las guerras mencionadas más arriba, sino también una serie interminable de contiendas entre católicos, entre luteranos y entre reformados, quienes no lograban ponerse de acuerdo ni siquiera con sus propios correligionarios.
Las discusiones entre católicos giraron en torno a la autoridad del papa (galicanismo, febronianismo, josefismo), y a la relación entre la gracia y la participación humana en la salvación (jansenismo, quietismo).
Ya hemos mencionado que, inmediatamente tras la muerte de Lutero, surgieron controversias entre los seguidores de Melanchthon («filipistas») y los luteranos estrictos. Pero aún tras la Fórmula de Concordia las controversias continuaron. Era la época del «escolasticismo protestante», cuya metodología se parecía mucho a la del escolasticismo medieval. Se trató de definir todo detalle de doctrina, y no se permitían «desviaciones» como la de Jorge Calixto y su «sincretismo».
La ortodoxia reformada, de espíritu muy parecido a la luterana, centró su atención sobre la predestinación y la gracia. Sus dos puntos culminantes fueron el Sínodo de Dordrecht (o de Dort, 1618–19) y la Asamblea de Westminster. El primero condenó el arminianismo—doctrina que, según pensaban los calvinistas más estrictos, le concedía una participación demasiado activa al humano en el orden de la salvación, y por tanto subvertía la doctrina de la gracia soberana de Dios. La segunda promulgó la Confesión de Westminster.
Una de las diversas reacciones a esta ortodoxia estricta, y al daño obvio que estaba causando, fue el auge del racionalismo.
Aunque tuvo precedentes mucho antes, se puede decir que el racionalismo comenzó con la obra de Renato Descartes, y su intento de aplicarle los principios matemáticos a la búsqueda de la verdad. En el continente europeo, Spinoza y Leibniz le dieron mayor ímpetu. En Gran Bretaña, tomó la forma, primero, del empirismo de Locke, y luego del deísmo. En Francia, llevó a la Ilustración, que a su vez sirvió de base ideológica para la Revolución Francesa. Hacia el final del período, con las críticas primero de Hume y luego de Kant, comenzó a verse que la «razón» no era tan objetiva como se pensaba.
Otra consecuencia fue el surgimiento de una serie de posturas que subrayaban más la experiencia y la obediencia que la ortodoxia. Tales fueron el pietismo y el movimiento moravo entre los luteranos, y el metodismo entre los anglicanos.
Los grandes líderes del pietismo luterano fueron Felipe Jacobo Spener y Augusto Germán Francke. Ambos insistían en un despertar y cultivo de la piedad personal, a base de pequeños grupos y de una disciplina espiritual. El movimiento, atacado por los luteranos ortodoxos, logró su mayor expresión en el movimiento misionero, del cual los ortodoxos no se ocupaban.
Los moravos que se establecieron en tierras del conde Zinzendorf pronto fueron contagiados por la fe viva de Zinzendorf, y se distinguieron por su celo misionero.
El metodismo, fundado por Juan Wesley y su hermano Carlos, fue originalmente un movimiento dentro de la Iglesia de Inglaterra, de la cual no deseaba separarse. Como el pietismo alemán, insistía en la fe personal, fomentada en pequeños grupos o «clases». A la postre se separó de la Iglesia de Inglaterra. Creció principalmente entre las masas que sufrían las consecuencias de la Revolución Industrial, que tuvo lugar en Inglaterra antes que en el resto de Europa.
Otros, descontentos tanto con la ortodoxia como con el pietismo, siguieron la opción espiritualista y se dedicaron a buscar a Dios, no ya en la iglesia o la comunidad de creyentes, sino en la vida interna y privada.
Entre estos se destaca, primero, Jacobo Boehme (murió 1624), quien insistía en que, teniendo el Espíritu Santo, no era necesario medio físico alguno —ni siquiera la Biblia. Jorge Fox insistía en la «luz interior», y la contraponía a la supuesta autoridad de la iglesia. De su obra salió el movimiento cuáquero. Su más distinguido seguidor fue Guillermo Penn, el fundador de Pennsylvania. A diferencia de Boehme y de Fox, Emanuel Swedenborg fue un hombre altamente educado, quien creía que sus revelaciones eran la respuesta y culminación de sus conocimientos científicos.
Otros, en fin, decidieron abandonar Europa y partir hacia lugares donde esperaban establecer una nueva sociedad regida por los principios que ellos consideraban esenciales al evangelio —y que a veces incluían la intolerancia hacia cualquiera posición distinta de la de ellos. Este fue el origen de las colonias británicas en Nueva Inglaterra.
Fue durante este período que se fundaron en Norteamérica las «trece colonias» que más tarde les darían origen a los Estados Unidos. La historia de estas colonias fue variada, y por tanto es necesario estudiarlas por separado. Aunque desde el punto de vista de la corona y de muchos de los empresarios se trataba de una empresa de carácter económico, muchas de las personas que acudieron a esas colonias —y algunos de sus fundadores— lo hicieron por motivos religiosos. Hubo por tanto colonias en que predominaban los puritanos, o los católicos, o los bautistas, etc.
No fue sino en el siglo XVIII que se produjo el «Gran Avivamiento» que barrió las colonias, y que hizo mucho por darles el sentido de unidad que más tarde las llevaría a formar un solo país. La figura más notable en ese avivamiento fue el teólogo calvinista Jonathan Edwards.
González, J. L. (1995). Bosquejo de historia de la iglesia: González, Justo L. (pp. 91–97). Decatur, GA: Asociación para la Educación Teológica Hispana.

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