La contribución más importante de los anabautistas es la influencia continuada y profunda de sus ideas. La mayoría de los cristianos evangélicos hoy acepta las ideas anabautistas como expresiones adecuadas de la fe del Nuevo Testamento. Los radicales del siglo XVI sentaron el ejemplo de un cuestionamiento libre, agudo y honesto de las ideas cristianas tradicionales. Este cuestionamiento fue el resultado obvio de la comprensión anabautista de la vida cristiana. Como señala Gastaldi: “El acento puesto sobre la regeneración y el discipulado conduce naturalmente a un lenguaje teológico diferente y resulta en una doctrina que se aleja no poco de la teología de la Reforma y reniega de la ortodoxia tradicional de la Iglesia.”105 Algunos de los principios fundamentales de estos radicales siguen siendo columnas sólidas de la fe evangélica en América Latina.
Rufus M. Jones: “Juzgado por los principios que fueron puestos en juego por las personas que llevaron este sobrenombre vergonzoso [anabautista], debe declararse uno de los más trascendentales y significativos emprendimientos en la memorable lucha religiosa del ser humano por la verdad. Recogió los logros de movimientos anteriores, y es el suelo espiritual del que todas las sectas no conformistas han surgido, y es el primer anuncio claro en la historia moderna de un programa para un nuevo tipo de sociedad cristiana que el mundo moderno, especialmente en América e Inglaterra, ha ido realizando lentamente—una sociedad religiosa absolutamente libre e independiente, y un Estado en el que cada persona cuenta como persona, y tiene su parte en conformar tanto a la Iglesia como al Estado.”106
La Biblia. Era para ellos la autoridad suprema, especialmente el Nuevo Testamento, que aplicaban literalmente y usaban como única norma para la Iglesia. Era la Biblia y no la teología lo que garantizaba la vitalidad de la Iglesia. Las cosas que aceptaban o rechazaban encontraban su respuesta en la Biblia. Conrado Grebel le escribió una carta a Tomás Muntzer (1524) en la que argumenta en contra del uso del canto en los cultos porque “no encontramos nada enseñado en el Nuevo Testamento en cuanto al canto, ningún ejemplo del mismo.” Y continúa: “Pablo muy claramente prohibe cantar en Ef. 5:19 y Col. 3:16 dado que dice y enseña que ellos deben hablar unos a otros y enseñar unos a otros con salmos y canciones espirituales, y que si alguien va a cantar, debe cantar y dar gracias en su corazón. Cualquier cosa que no se nos enseñe a través de pasajes o ejemplos claros debe ser considerada como prohibida.”107
El Nuevo Testamento era considerado un libro clave para la vida cristiana, y era en este sentido que se lo estimaba como autoritario. Los anabautistas fueron literalistas en su interpretación de la Biblia, pero no legalistas. Es por esto que se distinguieron por su estudio diligente de las mismas. Según John C. Wenger, “Los anabautistas consideraban a toda la Escritura como la Palabra de Dios inspirada y autoritativa. Pero colocaban un fuerte énfasis sobre el papel preparatorio del Antiguo Testamento. Sentían que la palabra final de Dios estaba en el Nuevo Testamento, no en la dispensación preparatoria del Antiguo. Por lo tanto insistían que toda doctrina y práctica debía tener el apoyo del Nuevo Testamento.”108
La Iglesia. Insistían en que la Iglesia debía estar compuesta exclusivamente por creyentes regenerados y bautizados después de una profesión de fe en Cristo. La Iglesia debía ser reconstruida siguiendo el modelo del Nuevo Testamento, sin ningún tipo de compromiso con el mundo o el Estado. La interpretación anabautista de la Iglesia era fundamentalmente diferente de la sostenida por la Iglesia Católica y por las iglesias protestantes establecidas. La Iglesia era una asociación voluntaria de cristianos que seguían el Nuevo Testamento. La fe y la vida cristiana demandaban un cierto tipo de Iglesia, y los anabautistas consideraban que a diferencia de otros disidentes, ellos estaban logrando lo que éstos habían dejado a mitad de camino.
El punto más importante es que la Iglesia no era concebida meramente como una asociación de personas bautizadas, sino como una comunidad de aquellos que habían tenido una experiencia personal con el Cristo vivo. Estas personas vivían la fe y la vida cristiana de una manera diferente y, en consecuencia, estaban separados del mundo. La presencia del Cristo vivo, pues, era para ellos el fundamento de la Iglesia, más allá de las confesiones o credos teológicos e incluso de la Biblia misma como libro.
El Bautismo. Los anabautistas rechazaban el bautismo infantil como contrario a las Escrituras. La interpretación del bautismo que tenían los diferenciaba totalmente del resto del movimiento de reforma del siglo XVI. En realidad, es precisamente en torno al bautismo que se ve el contraste entre la Reforma Magisterial y la Reforma Radical. En la primera, el bautismo reforzaba el concepto constantiniano de la realidad, que insistía en la uniformidad religiosa y en la idea de una sociedad cristiana bajo una sola religión, con el Estado respaldando la fe y la práctica de la Iglesia. El rechazo del paidobautismo (el bautismo de infantes) por parte de los anabautistas ponía en peligro el corazón mismo del orden constantiniano o paradigma de cristiandad. Tanto católicos como protestantes reaccionaron por igual contra esta amenaza al status quo.
George H. Williams: “El paidobautismo, equiparado con la circuncisión—y cuya eficacia sacramental nunca quedó perfectamente definida—, siguió siendo para los reformadores magisteriales el símbolo más sobresaliente de la continuidad entre sus iglesias y la vieja iglesia, y, a través de ésta, de su entronque con el antiguo Israel. A la inversa, para el más numeroso de los tres componentes de la Reforma Radical, el bautismo de los creyentes fue el símbolo y el principio constitutivo de una iglesia que ellos concebían, no como un corpus christianum, sino como un pueblo ligado por un pacto de alianza, un pequeño grupo disperso a lo largo de la historia y de la geografía, y que una y otra vez era congregado por el Espíritu de Dios y por su Palabra.”109
La Cena del Señor. La Cena del Señor era una conmemoración de la muerte de Cristo (igual concepto que el de Zuinglio), un símbolo de la comunión con él y un recuerdo de la promesa de su regreso. Sólo los bautizados participaban de la Cena, que es exclusivamente para los miembros del cuerpo de Cristo, la comunidad de Dios, cuya cabeza es Cristo. Como dice el apóstol Pablo, no se puede compartir la mesa del Señor con los incrédulos (1 Co. 10:21).
Confesión de Schleitheim (1527): “Así, todos los que siguen al diablo y al mundo, no tendrán comunión con aquellos que hayan sido llamados fuera del mundo, hacia Dios. Todos los que hayan sucumbido al mal, no tendrán parte en el bien. Así debería ser y será: quien no tenga el llamado de Dios único a la fe única, que reúne a todos los hijos de Dios, no puede constituir con ellos un solo pan, como debe ser si se desea verdaderamente partir el pan según el mandato de Cristo.”110
Otras convicciones. Los anabautistas creían en la separación de la Iglesia y el Estado. Esto significaba que los creyentes no podían ser funcionarios públicos o tener cargos políticos. Según la confesión de fe de la Unión Fraternal de Schleitheim, acordada en 1527: “El régimen del gobierno está de acuerdo con la carne, el de los cristianos, de acuerdo con el espíritu. Sus edificios y moradas están ligados a este mundo; las del cristianismo, al cielo. Su ciudadanía es de este mundo, la de los cristianos, del cielo. Las armas de sus riñas y guerras son carnales y sólo se dirigen contra la carne; las armas de los cristianos son espirituales y se dirigen contra la fortificación del diablo.”111 Por la misma razón, los anabautistas se oponían al juramento, que consideraban prohibido por la Palabra de Dios.
Los anabautistas creían en la absoluta libertad de conciencia y abogaban por una radical separación del mal. “Debemos apartarnos del mal y de la perversidad que el diablo ha sembrado en el mundo, sólo para no tener comunión con ellos y no perdernos con ellos en la confusión de sus abominaciones.” Su visión de la realidad no admitía tonos grises: “No existe nada más en el mundo y en toda la creación que el bien y el mal, que creyentes e incrédulos, que las tinieblas y la luz, que el mundo y los que están fuera del mundo, que los templos de Dios y de los ídolos, que Cristo y Belial y ninguno de ellos podrá tener comunión con el otro.”112
Los anabautistas sostenían que el amor cristiano debe ser la base de todas las relaciones humanas, por eso fueron celosos pacifistas y se opusieron a toda forma de violencia. “Así también serán ajenas a nosotros las anticristianas y diabólicas armas de la violencia—como la espada, la armadura y cosas semejantes—y cualquier otro uso que se haga de ellas, sea en defensa de los amigos o contra los enemigos, por virtud de la palabra de Cristo: ‘No resistiréis al mal” (Mt. 5:39).113
Los anabautistas ponían un énfasis grande en la vida cristiana y el discipulado. La disciplina eclesiástica era bastante rígida, de modo que la excomunión era tomada con seriedad. Debido al alto concepto que tenían de la iglesia como comunidad de creyentes, la vida en comunidad era tenida en alta estima. Las relaciones entre creyentes estaban regidas por las pautas del Sermón del Monte y es por esto que algunos grupos anabautistas practicaron la comunidad de bienes. Su organización eclesiástica fue muy sencilla y cada iglesia era independiente. El único líder reconocido era el pastor, si bien la comunidad se regía por un gobierno congregacional.
Confesión de Schleitheim: “El pastor de la comunidad debe ser—en un todo con la regla de Pablo (1 Ti. 3:7)—una persona que tenga buen testimonio de los extraños a la fe. La misión de tal persona será leer y exhortar y enseñar, prevenir, amonestar y excomulgar en la comunidad, y presidir debidamente a los hermanos y hermanas en la oración y en el partimiento del pan, y guardar el cuerpo de Cristo en todas las cosas, a fin de que éste pueda ser edificado y perfeccionado, para que el nombre de Dios sea alabado y se silencie la boca de los calumniadores (1 P. 2:15). Pero cuando él sufra necesidades, deberá ser mantenido por la comunidad que lo ha escogido, a fin de que quien sirve al Evangelio, también pueda vivir de él, como lo ha ordenado el Señor (1 Co. 9:14). Mas si el pastor incurriere en algún acto condenable, nada se emprenderá con él sin la voz de dos o tres testigos. Si pecaren deberán ser públicamente amonestados, a fin de que los demás sientan temor (1 Ti. 5:19). Pero si ese pastor fuere expulsado o conducido al Señor, por la cruz (la persecución), en la misma hora deberá ordenarse a otro en su lugar, a fin de que la pequeña población y el pequeño rebaño no sea destruido, sino preservado y confortado por medio de la amonestación.”114
A pesar de las persecuciones que sufrieron, los anabautistas continuaron con la promoción de su fe. Fueron extraordinarios evangelistas y se expandieron casi por toda Europa. No constituyeron cuerpos eclesiásticos muy grandes, pero su influencia ha sido notable a lo largo de los siglos, especialmente por sus tres convicciones básicas: (1) La Biblia como autoridad suprema en materia de fe y práctica; (2) la Iglesia como una comunidad compuesta por creyentes bautizados y separados del mundo; y, (3) los creyentes como discípulos obedientes a Cristo, incluso hasta la muerte. La mayor parte de los evangélicos en América Latina en nuestros días acepta estos principios como expresión fundamental de un cristianismo bíblico.
105 Gastaldi, Storia dell’Anabattismo, 21.
106 Jones, Studies in Mystical Religion, 369.
107 Citado en Hans J. Hillerbrand, ed., The Protestant Reformation (Nueva York: Harper & Row, 1968), 124.
108 John C. Wenger, “The Biblicism of the Anabaptists,” en Guy F. Hershberger, ed., The Recovery of the Anabaptist Vision (Scottdale, Penn.: Herald Press, 1972), 176.
109 Williams, La reforma radical, 941.
110 Citado en Yoder, ed., Textos escogidos de la Reforma Radical, 159.
111 Ibid., 162.
112 Ibid., 159, 160.
113 Ibid., 160.
114 Ibid., 160, 161.
Deiros, P. A. (2008). Historia del Cristianismo: Las reformas de la iglesia (1500–1750) (pp. 91–95). Buenos Aires, Argentina: Ediciones del Centro.

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