Si bien la regeneración efectúa un cambio en nuestra naturaleza, la justificación efectúa un cambio en nuestra posición con respecto a Dios. Este término se refiere a un acto por medio del cual, apoyado en la obra infinitamente justa y satisfactoria de Cristo en la cruz, Dios declara que los pecadores condenados quedan libres de toda la culpa del pecado y de sus consecuencias eternas, y los declara plenamente justos ante su presencia. El Dios que detesta “justificar al impío” (Proverbios 17:15) mantiene su propia justicia, al mismo tiempo que justifica al culpable, porque Cristo pagó ya todo el castigo debido por el pecado (Romanos 3:21–26). Por ese motivo, nosotros podemos comparecer ante Dios totalmente justificados, y lo hacemos.
Para describir la acción divina de justificarnos, los términos usados, tanto por el Antiguo Testamento (heb. tsadík: Éxodo 23:7; Deuteronomio 25:1; 1 Reyes 8:32; Proverbios 17:15) como por el Nuevo (gr. dikaióo: Mateo 12:37; Romanos 3:20; 8:33–34), sugieren un escenario judicial, forense. Sin embargo, no lo debemos considerar como una ficción legal en la cual es como si fuésemos justos, cuando en realidad no lo somos. Porque estamos en Él (Efesios 1:4, 7, 11), Jesucristo se ha convertido en nuestra justicia (1 Corintios 1:30). Dios nos acredita, reconoce (gr. loguídzomai) la justicia de Él a favor de nuestra cuenta; no es atribuida.
En Romanos 4, Pablo usa dos ejemplos tomados del Antiguo Testamento para defender la justicia atribuida. De Abraham se dice que “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Génesis 15:6). Esto tuvo lugar antes de que Abraham hubiese obedecido a Dios con respecto a la circuncisión como señal del pacto. De una forma quizá más drástica aún, Pablo cita el Salmo 32:2, en el cual David pronuncia una bendición sobre “el varón a quien el Señor no inculpa de pecado” (4:8; véase también 2 Corintios 5:19). Poner en la cuenta de alguien la justicia de otro, sin tener en cuenta ninguna cosa buena que esa persona haga, es ya suficientemente glorioso, pero no tenerle en cuenta a la persona sus pecados y actos de maldad es más glorioso aún. Al justificarnos, Dios ha hecho ambas cosas misericordiosa y justamente, debido al sacrificio de Cristo.
¿Cómo se produce la justificación con respecto al creyente? La Biblia aclara abundantemente dos cosas. En primer lugar, no se debe a ninguna buena obra de parte nuestra. En realidad, “Cristo habría muerto para nada” si la justicia se produciese por la obediencia a la ley (Gálatas 2:21). Toda persona que trate de ser justa a base de obedecer la ley, cae bajo una maldición (Gálatas 3:10), “se ha desligado de Cristo” y “ha caído de la gracia” (Gálatas 5:4). Todo el que crea que está más justificado después de haber servido al Señor, lo mismo si ha sido durante cinco años, como si ha sido durante cincuenta y cinco, o piense que las buenas obras ganan méritos ante Dios, no ha sido capaz de comprender esta enseñanza bíblica.
En segundo lugar, en el corazón mismo del evangelio se halla la verdad de que la justificación encuentra su fuente en la gracia inmerecida de Dios (Romanos 3:24) y su provisión en la sangre derramada por Cristo en la cruz (Romanos 5:19), y la recibimos por medio de la fe (Efesios 2:8). Con una gran frecuencia, cuando aparece la idea de la justificación en el Nuevo Testamento, se puede encontrar la fe (o el hecho de creer) unida a ella (véanse Hechos 13:39; Romanos 3:26, 28, 30; 4:3, 5; 5:1; Gálatas 2:16; 3:8). La fe no es nunca la base de la justificación. El Nuevo Testamento nunca dice que la justificación sea día pístin, “por causa de la fe”, sino siempre día písteos, “a través de la fe”. La Biblia no considera la fe como algo meritorio, sino más bien simplemente como una mano extendida para recibir el don gratuito de Dios. La fe siempre ha sido el medio de justificación, aun en el caso de los santos del Antiguo Testamento (véase Gálatas 3:6–9).
Habiendo sido justificados por gracia por medio de la fe, experimentamos y experimentaremos grandes beneficios. “Tenemos paz para con Dios” (Romanos 5:1) y “seremos salvos de su ira” (Romanos 5:9). Tenemos la seguridad de una glorificación final (Romanos 8:30) y de estar libres de condenación, tanto en el presente como en el futuro (Romanos 8:33–34; véase también 8:1). La justificación nos lleva a convertirnos en “herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:7).
Horton, S. M. (Ed.). (1996). Teología sistemática: Una perspectiva pentecostal (pp. 368–369). Miami, FL: Editorial Vida.

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