En el Camino de Damasco

Con sorprendente rapidez, el gran perseguidor de la Iglesia se convirtió en apóstol de Jesucristo. Estaba en plena actividad como celoso observante de la ley destruyendo una plaga que amenazaba la supervivencia de Israel, cuando –en sus propias palabras– fue “asido por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12) y obligado a dar media vuelta para convertirse en paladín de la causa que hasta este momento se había esforzado en exterminar; en adelante, se dedicaría a la edificación de aquello que tanto se había esforzado en derrumbar.

¿Qué es lo que causó tal revolución? Su propia y reiterada explicación fue que había visto a aquel mismo Jesús que había sido crucificado, exaltado ahora como Señor resucitado. “¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?”, pregunta con indignación cuando se ponen en duda sus credenciales apostólicas (1 Corintios 9:1) haciendo referencia al mismo acontecimiento que menciona un poco más adelante en la misma epístola (1 Corintios 15:8) donde, tras compendiar las anteriores apariciones de Cristo tras su resurrección, añade: “y al último de todos… me apareció a mí” (tal vez en el sentido de, “se dejó ver por mí”). Esta aparición que le fue concedida a él, fue tan real como las que experimentaron Pedro, Santiago y muchos otros en la primera pascua de resurrección y los días que siguieron. Cuando en 2 Corintios 4:6 el apóstol dice que “Dios… mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, del evangelio de la gloria de Cristo” su lenguaje implica quizás un recuerdo de aquel acontecimiento, más en concreto de aquella “luz del cielo, que sobrepasaba el resplandor del sol” que fulguró a su alrededor cuando se dirigía hacia Damasco con sus compañeros, según el relato de Hechos (9:3; 22:6 y 26:13).

La evidencia de Hechos confirma las pretensiones de Pablo de haber visto a Cristo resucitado; sin embargo, el apóstol insiste también una y otra vez que oyó su voz. Ananías de Damasco le diría por aquellos días: “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca” (Hechos 22:14, también Hechos 9:17). A pesar de las variaciones que encontramos en los tres relatos que nos ofrece Lucas respecto a la conversión de Pablo, todos coinciden que al mediodía, al aproximarse a Damasco, escuchó una voz que le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y él respondió: “¿Quién eres, Señor?” Y el Señor le dijo: “Yo soy Jesús [de Nazaret] a quien tu persigues” (9:4–5; 22:7–8; 26:14–15).

Cuando Pablo dice en Gálatas 1:15–16: “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles…”, deja entrever la existencia de una comunicación verbal, más allá de la visión celestial en sí misma. Aunque esta revelación fue algo objetivo, fue algo que experimentó al mismo tiempo tanto con sus facultades interiores como con sus sentidos externos. No fue tan sólo algo que se le concedió, según las propias palabras de Pablo, “a mí” sino “en mí”. Su lenguaje parece sugerir que su llamamiento y comisión fueron parte de su misma experiencia de conversión.1

No hay ningún acontecimiento –salvo el acontecimiento mismo de Cristo– que haya demostrado ser un factor tan determinante para el desarrollo de la historia cristiana como la conversión y comisión de Pablo. Para cualquier persona que acepte la propia explicación de Pablo acerca de lo que experimentó camino de Damasco, sería difícil no estar de acuerdo con la observación de un escritor del siglo XVIII cuando dice que “sólo la conversión y el apostolado de San Pablo, debidamente considerados, son en sí una demostración suficiente para establecer que el cristianismo es la revelación divina”.2

Sin ninguna preparación consciente, Pablo se vio en seguida impulsado, por lo que había visto y oído, a reconocer que Jesús de Nazaret, el crucificado, estaba vivo después de haber padecido, habiendo sido vindicado y exaltado por Dios, que ahora le llamaba a él para que le sirviera. No era posible resistir tal mandato que ahora le impulsaba en sentido contrario al que había seguido hasta aquel momento. No podía “dar coces contra el aguijón”.3 Pablo se rindió de inmediato a las órdenes de su nuevo Señor; puede que fuera un recluta,4 sin embargo, en adelante iba a ser también –y durante el resto de su vida–, un devoto voluntario.

Los intentos de explicar la experiencia de Pablo en términos fisiológicos o psicológicos son frágiles y absolutamente inapropiados a menos que tomen en consideración el hecho de que ésta supuso la entrega consciente y espontánea de su voluntad al Cristo resucitado que se le apareció; fue este Cristo resucitado quien, a partir de este momento, desplazaría a la ley del centro de la vida y pensamiento del apóstol.

“Cegado por un exceso de luz”, Pablo fue llevado a Damasco a la casa de un tal Judas en la “calle recta” (nombre que sobrevive hasta el día de hoy en “Darb al-Mustaquim”), donde al parecer se había ya preparado un lugar para su alojamiento. Allí recibió la visita de Ananías, uno de los discípulos de Damasco, quien le saludó como hermano y compañero en el discipulado. Inmediatamente, Pablo recuperó la vista y fue bautizado en el nombre de Jesús. Aquél que había viajado a Damasco para hacer estragos entre los discípulos de Jesús, se encontraba ahora como huésped entre ellos.

1 Podemos comparar la experiencia de Isaías que fue limpiado y comisionado en el transcurso de la visión de la gloria de Yahvé (Isaías 6:1–9), o de Ezequiel, cuyo llamamiento le llegó durante una visión similar (Ezequiel 1:4–3:11), aunque ambos profetas fueron enviados a Israel y no a las naciones. El lenguaje de Pablo es un eco también de la narrativa del llamamiento de Jeremías, a quién Yahvéh dijo: “…antes que nacieses… te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:5).

2 G. Lyttelton, Observations on the Conversion and Apostleship of St. Paul (Londres 1947), párrafo 1.

3 Aunque las analogías conocidas de esta metáfora (Hechos 26:14) vienen del griego y del latín y no del hebreo, se trata de una expresión que puede hallarse en cualquier comunidad rural.

4 Véase Filipenses 3:12, donde la expresión “fui asido por Cristo Jesús” nos transmite el sentido del griego katelémphthen mejor que los verbos más débiles que se usan en algunas versiones más recientes.

• Extracto del capítulo IX: Pablo se convierte al cristianismo
Bruce, F. F. (2012). Pablo: Apóstol del corazón liberado (pp. 87–89). Viladecavalls, Barcelona: Editorial CLIE.

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