Pablo, el predicador de la gracia gratuita

Sin embargo, la contribución más importante de Pablo al mundo fue su presentación de las Buenas Nuevas de la gracia gratuita –tal como él mismo lo habría expresado correctamente–, es decir, la reexpresión de las Buenas Nuevas proclamadas en la enseñanza de Jesucristo y encarnadas en su vida y obra. La gracia gratuita de Dios que Pablo proclamaba es gracia gratuita en más de un sentido: es gratuita porque es soberana e inmerecida, gratuita también en tanto se ofrece a todo el mundo para ser aceptada solo por la fe, y gratuita, igualmente, por cuanto es la fuente y el principio de la liberación de cualquier forma de cautividad interior y espiritual, incluyendo la esclavitud del legalismo y de la anarquía moral.

El Dios cuya gracia proclamaba Pablo es el único Dios que hace maravillas: crea el universo de la nada, resucita a los muertos y justifica a los impíos. Este último es el mayor de todos los milagros: la creación y la resurrección representan el poder del Dios vivo dando la vida, pero la justificación de los impíos es a primera vista una contradicción con su carácter de Dios justo, Juez de toda la tierra que, en sus propias palabras, no “justificará al impío” (Éxodo 23:7). Pero precisamente la cualidad de la gracia divina consiste en el hecho que, en el mismo acto de extenderla al hombre que no la merece, Dios pone de manifiesto que él es “el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).

El entendimiento que de Dios tiene Pablo está por completo en armonía con la enseñanza de Jesucristo. El Dios que encontramos en una parábola tras otra perdonando libremente al pecador o dando la bienvenida al hijo pródigo que vuelve a casa no está ejerciendo su misericordia a expensas de su justicia: sigue siendo el Dios coherente consigo mismo y cuya coherencia es la razón por la que los pecadores no han sido “consumidos” (Malaquías 3:6); o dicho en palabras de otro profeta del Antiguo Testamento: “no retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia” (Miqueas 7:18).

Pero la gracia no se manifiesta tan solo en la aceptación de los pecadores por parte de Dios, sino también en la transformación de los tales a la semejanza de Cristo. Las palabras de Thomas Erskine se han citado a menudo en el sentido de que: “en el Nuevo Testamento, la religión es gracia y la ética, gratitud”.7 Si esta frase se tradujera al griego, una única palabra, charis, bastaría para traducir ambos términos: tanto “gracia” como “gratitud”. Porque la gratitud que la gracia divina provoca en su beneficiario es también la expresión de aquella gracia impartida y sostenida por el Espíritu Santo que es quien derrama el amor de Dios en el corazón de los creyentes. Jesús había citado los dos mandamientos que unen el amor a Dios y el amor al prójimo como aquellos de los cuales dependen la ley y los profetas (Mateo 22:40). Para Pablo, pues, la libre actividad de este amor divino en la vida de los redimidos por la gracia representaba el “cumplimiento de la ley” (Romanos 13:10). Por ello, el apóstol insistió en que el Evangelio de la libre gracia no anulaba la ley esencial de Dios sino que, por el contrario, la confirmaba (Romanos 3:31).

El amor es un incentivo mucho más eficaz para estimular al cumplimiento de la voluntad de Dios de lo que las estipulaciones legales y el temor al juicio jamás podrían ser. Al menos así lo entendió Marción, un peculiar cristiano que vivió en el siglo II, y que admiraba la doctrina del apóstol Pablo, aunque sin llegar a comprenderla. Marción desarraigó al Evangelio de su pasado y lo desconectó de su futuro al negar la relevancia del Antiguo Testamento y del juicio venidero. Pablo, muy al contrario, no echó por la borda el Antiguo Testamento (como lo llamamos nosotros). Su contenido era, para él, las Sagradas Escrituras (Romanos 1:2), las únicas que conocía; las llamaba “la ley y los profetas” (Romanos 3:21) y las describió como “palabra de Dios” (Romanos 3:2); en Cristo encontraron su cumplimiento y cobraron su verdadero sentido; quienes las leen sin usar esta clave no podrán entender su significado, tienen un velo sobre su corazón (2 Corintios 3:15). Pablo les confería un valor muy importante porque las Escrituras veterotestamentarias daban testimonio del mensaje de la justificación por la fe en Cristo: el Evangelio que encontramos en el Antiguo Testamento había sido predicado con anterioridad a Abraham (Gálatas 3:8) y este era el mismo Evangelio que Pablo tenía que predicar: no se trataba de una nueva invención.

Pablo tampoco tenía ningún problema con el tema del juicio venidero. En un universo moral, la retribución divina tiene que ser una realidad; “si no, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?” (Romanos 3:6). Sin embargo, a diferencia de Pablo, Marción era irracionalmente radical. Séale, no obstante, contado a su favor que entendió correctamente el mensaje paulino de la salvación por la gracia, mensaje que muchos cristianos “ortodoxos” de su época no entendieron.

Tertuliano, por ejemplo, en su tratado Contra Marción, que escribió tras la muerte de éste, le desafía con solemnidad a que explique por qué no se había entregado a una vida de pecado, si de verdad no creía que el Dios y Padre que Jesucristo presentaba había de juzgar a la humanidad.8 “Tu única respuesta”, dice Tertuliano, poniendo estas palabras en boca de Marción, “es absit, absit (´lejos de mí, lejos de mí’)”, burlándose de tal respuesta. Pero en esto Tertuliano demuestra que es él y no Marción quien difiere de Pablo. La expresión latina absit que Tertuliano pone en boca de Marción parece ser el equivalente del griego me genoito (“en ninguna manera” -en la RV-) que Marción, cuyo idioma era el griego, habría usado posiblemente.

Pero si Marción hubiera rechazado un desafío como el de Tertuliano con un contundente me genoito, estaría usando estas palabras precisamente en el sentido que lo hace Pablo en Romanos 6:15: “Qué, pues, diremos? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera.” Marción, igual que Pablo, se daba cuenta que para alguien que había recibido la nueva vida por la fe (que no es otra cosa que la vida de resurrección que Cristo comparte con el pecador), seguir viviendo en el pecado significaría una evidente contradicción de términos: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6:2). Pablo, a diferencia de Marción, sabía que algún día habría de dar cuentas del desempeño de su cometido al Señor que le había comisionado; sin embargo, lo que le frenaba a pecar no era su futura comparecencia ante el tribunal de Cristo. Aquel que anteriormente había vivido a la altura de la justicia que prescribía la ley mosaica no podía ahora, bajo la “ley de Cristo” (1 Corintios 9:21), conformarse con una norma inferior: puesto que ya no era él mismo quien vivía, sino Cristo en él, la meta que ahora dominaba su vida era la perfección de Cristo. Puede que Tertuliano supiera esto; quizá lo que perseguía era sencillamente añadir un argumento más en su debate contra Marción. Sin embargo, aun siendo así se exponía a la legítima réplica: “Entonces ¿tu única razón para no pecar es el temor a la ira venidera?”

Es probable que Marción –seguro en el caso de Pablo– experimentara que el amor de Cristo era el impulso más motivador de la vida; donde obra la fuerza del amor no existe ningún conflicto o sensación alguna de obligación o fastidio al hacer el bien: quien es movido por el amor de Cristo y capacitado por el poder de su Espíritu hace la voluntad de Dios de todo corazón, porque (como Pablo sabía por experiencia) “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17).

7 T. Erskine, Letters, Edimburgo, 1877, p. 16.

8 Tertuliano, Contra Marción i. 27.

Bruce, F. F. (2012). Pablo: Apóstol del corazón liberado (pp. 21–24). Viladecavalls, Barcelona: Editorial CLIE.

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