Los libros del Nuevo Testamento se terminaron de escribir, a lo sumo, a fines del siglo primero; muchos de ellos entre veinte y treinta años después de la muerte de Jesús. También tenemos la certeza de que el recuento de los acontecimientos por los escritores fue supervisado por el Espíritu Santo para impedir los errores humanos que podría causar la mala memoria (Juan 14:26). Los evangelios, donde se detalla la vida de Jesús, fueron escritos por contemporáneos y testigos oculares. Estos escritos del Nuevo Testamento, bien atestiguados, proporcionan una información exacta y digna de confianza acerca de Cristo y de sus enseñanzas. La autoridad de la Palabra escrita está enraizada en la autoridad de Jesús. Puesto que se le presenta como Dios encarnado, sus enseñanzas son ciertas y tienen autoridad. Por consiguiente, lo que haya enseñado Jesús sobre la Escritura determinará si ésta tiene derecho a reclamar autoridad divina. Jesús da un testimonio constante y enfático de que es la Palabra de Dios.
Jesús dirigió su atención en especial al Antiguo Testamento. Ya fuese que hablara de Adán, Moisés, Abraham o Jonás, los trataba como personas reales, situadas en narraciones históricas auténticas. A veces, relacionaba situaciones del momento con un suceso histórico del Antiguo Testamento (Mateo 12:39–40). Otras veces, tomaba un acontecimiento del Antiguo Testamento para apoyar o reforzar algo que estaba enseñando (Mateo 19:4–5). Honraba las Escrituras del Antiguo Testamento, insistiendo en que Él no había venido para abolir la ley y los profetas, sino para darles cumplimiento (Mateo 5:17). En ocasiones fustigaba a los dirigentes religiosos, porque habían elevado equivocadamente sus propias tradiciones al nivel de las Escrituras (Mateo 15:3; 22:29).
En sus propias enseñanzas, Jesús mismo cita por lo menos quince libros del Antiguo Testamento y hace alusión a otros. Tanto en el tono como en las declaraciones concretas, demuestra claramente que considera las Escrituras del Antiguo Testamento como la Palabra de Dios. Eran la palabra y el mandato de Dios (Marcos 7:6–13). Al citar Génesis 2:24, declara: “El que los hizo [no Moisés] … dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre” (Mateo 19:4–5). Menciona a David haciendo una declaración “por el Espíritu Santo” (Marcos 12:36). Con respecto a una declaración que aparece en Éxodo 3:6, pregunta: “¿No habéis leído lo que fue dicho por Dios?” (Mateo 22:31). Proclama repetidamente la autoridad del Antiguo Testamento, citando la fórmula “escrito está” (Lucas 4:4). John W. Wenhman señala que Jesús entendía esta fórmula como equivalente a afirmar: “Dice Dios.”
“Hay una objetividad grandiosa y sólida en el tiempo perfecto guégraptai, ‘está firmemente escrito’: ‘He aquí el testimonio inmutable y permanente del Dios eterno, puesto por escrito para instruirnos a nosotros.’ ” La forma decisiva en la que Jesús manejaba esta fórmula habla de manera categórica sobre la forma en que Jesús veía la autoridad de los escritos de la Biblia. “Por tanto, la Palabra escrita es la autoridad de Dios para resolver todas las disputas sobre doctrina o práctica. Es la Palabra de Dios en palabras humanas; es la verdad divina en términos humanos.” Aquéllos que quisieran alegar que Jesús se limitó a acomodarse a la comprensión judía de las Escrituras y siguió la corriente de sus falsas creencias, pasan completamente por alto su tono enfático y su insistencia en una aceptación y una autoridad plenas. En lugar de acomodarse a los puntos de vista de sus tiempos, Jesús corrigió sus errores y colocó de nuevo las Escrituras en el lugar que les correspondía. Además de esto, la acomodación a la falsedad no es moralmente posible para el Dios que es absolutamente veraz (Números 23:19; Hebreos 6:18).
Jesús reclamó autoridad divina, no sólo para las Escrituras del Antiguo Testamento, sino también para sus propias enseñanzas. Quien escucha sus dichos y los pone en práctica es una persona sabia (Mateo 7:24) porque sus enseñanzas proceden de Dios (Juan 7:15–17; 8:26–28; 12:48–50; 14:10). Jesús es el Sembrador que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios (Lucas 8:1–13). Su frecuente expresión “pero yo os digo”, usada junto a una cierta manera de comprender el Antiguo Testamento, demuestra que “sus palabras poseen toda la autoridad de las palabras de Dios”. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35).
Jesús indicó también que el testimonio que darían sus seguidores a favor suyo estaría revestido de un carácter divino especial. Él los había adiestrado con la palabra y el ejemplo, y los había comisionado para que fuesen sus testigos a lo largo del mundo entero, enseñándoles a los pueblos a observar cuanto les había mandado (Mateo 28:18–20). Les había indicado que esperasen en Jerusalén la venida del Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría en su nombre, a fin de que tuviesen poder para ser testigos suyos (Lucas 24:49; Juan 14:26; Hechos 1:8). El Espíritu Santo les recordaría a los discípulos todo lo que Jesús les había dicho (Juan 14:26). El Espíritu les enseñaría a los discípulos todas las cosas, daría testimonio a favor de Cristo, los guiaría a toda verdad, les diría lo que iba a suceder, y tomaría las cosas de Cristo para dárselas a conocer (Juan 14:26; 15:26–27; 16:13–15).
Las promesas de Jesús a sus discípulos se cumplieron. El Espíritu Santo inspiró a algunos de ellos a escribir sobre su Señor. Por tanto, en sus escritos, junto con los del Antiguo Testamento, la Biblia proclama expresa y directamente que es la revelación especial de Dios.
Horton, S. M. (Ed.). (1996). Teología sistemática: Una perspectiva pentecostal (pp. 90–92). Miami, FL: Editorial Vida.

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