Puede parecer una perogrullada decir que la cruz es el centro de toda la teología de Pablo. (Sin embargo, es revelador ver cuántos comentarios y trabajos sobre Pablo, desde los más serios hasta los más informales, no acotan que es el tema central). El problema con el que se encuentra todo aquel que intenta seguir el pensamiento de Pablo es que cada vez que éste menciona la cruz –y lo hace de forma literal docenas de veces; casi aparece en cada página de sus cartas– dice algo diferente sobre ella. ¿Cómo ha cumplido Dios las promesas hechas a Abraham? Mediante la cruz. ¿Qué es lo que está en juego cuando expaganos irreflexivos comen carne ofrecida a los ídolos? Que pueden ofender a un hermano o hermana ‘por quien Cristo ha muerto’. ¿Qué ocurre en el bautismo? La gente muere con Cristo. ¿Cómo venció Dios a las fuerzas del mal? Con el triunfo en la cruz. ¿Cuál es la revelación suprema del amor de Dios, y, así, su compromiso inamovible con su pueblo y el mundo? La muerte de Jesús. ¿Cómo se reconcilian los judíos y los gentiles? A través de la cruz. ¿Por qué los cristianos ya no están ‘bajo la ley’? Porque ‘han muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo’. ¿Qué ha hecho Dios con el aparente poder del pecado y de la muerte? Ha condenado al pecado en la cruz y, así, ha anulado el poder de la muerte. Y aún podríamos seguir.
Corremos el peligro de que esta constante repetición nos haga insensibles a lo que Pablo está diciendo – e, igualmente importante, sería oír lo que se decía en su época. En el mundo occidental postcristiano, mucha gente luce un crucifijo colgado del cuello, y lo que normalmente no sabe es que esa joya u ornamento representa el equivalente antiguo a una soga, una silla eléctrica, unas empulgueras, o una parrilla de tortura. O, para ser más preciso, algo que combina esos cuatro instrumentos, pero va aún mucho más allá; la crucifixión era algo tan horrible, que en la educada sociedad romana se solía evitar la palabra. Cada vez que Pablo hablaba de ella –especialmente cuando la mencionaba acto seguido a la salvación, el amor, la gracia y la libertad– tanto él como sus oyentes habrían sido conscientes de cómo el contraste rompía todas sus expectativas normales y resquebrajaba su sensibilidad. De algún modo, debemos recordar esto cada vez que Pablo menciona la muerte de Jesús, sobre todo la manera en que murió.
Cuando así lo hacemos, también afecta a nuestra sensibilidad. Y es que Dios ha invertido los valores del mundo. Ha hecho lo imposible. Ha convertido la deshonra en gloria y la gloria en deshonra. Él es la locura que sobrepasa a los sabios, la debilidad que triunfa sobre los fuertes. La cruz es para Pablo el símbolo, y también el medio, de la victoria liberadora del único Dios verdadero, del creador del mundo, sobre los poderes esclavizantes que han usurpado su autoridad. Por ello, es el centro de ‘el evangelio’. Isaías escribió sobre un heraldo con un mensaje del ‘evangelio’; y su profecía evolucionó, enfatizando la victoria del Dios de Israel sobre todos los ídolos de Babilonia, y contenía en su centro la extraña figura del siervo de YHWH, sufriente y vindicado. Los oyentes de Pablo pensaban que ‘el evangelio’ era un mensaje sobre alguien, muy probablemente sobre un rey o un emperador, que ganaría una gran victoria, y quizá así subiría al trono. Pablo, basándose en los profetas, se dirigía al mundo pagano con las nuevas de un nuevo rey, un nuevo emperador, y un nuevo Señor.
Por esta razón sugiero que demos prioridad a las expresiones paulinas de la crucifixión de Jesús que la describen como la victoria definitiva sobre los ‘principados y potestades’. No perdemos nada del sentido de la cruz si nos centramos en estas expresiones. La predicación de ‘el Mesías crucificado’ es la clave de todo porque declara a los gobernantes de este mundo que su tiempo se acaba; si se hubieran dado cuenta de lo que estaba pasando, ‘no hubieran crucificado al Señor de gloria’ (1a Corintios 1:18–2:8). Contrariamente a lo que simples espectadores hubieran podido pensar, cuando Jesús fue crucificado era él quien estaba venciendo a las fuerzas del mal, estaba celebrando su victoria sobre ellas, y no a la inversa (Colosenses 2:14–15). La muerte de Jesús liberaba tanto a los judíos como a los gentiles de la esclavitud de los ‘rudimentos del mundo’ (Gálatas 4:1–11). Y lo más importante de todo es que la muerte de Jesús, vista como la culminación de su acto de obediencia, es el medio a través del cual el reino del pecado y la muerte es sustituido por el reino de la gracia y la justicia (Romanos 5:12–21). ‘El evangelio’ es la proclamación de una victoria real.
Cuando nos preguntamos cómo es que la cruel muerte de Jesús fue la victoria definitiva sobre los poderes del mal, entre ellos el pecado y la muerte, Pablo nos contesta: porque era el cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham de que a través de él y de su descendencia acabaría con el mal de este mundo. Dios estableció su pacto con Abraham con este propósito concreto. Por ello, en la convincente argumentación de su carta a los Romanos, Pablo expone la fidelidad de Dios con su pacto (en lenguaje técnico, su ‘justicia’), explicándola en términos de cumplimiento de las promesas a Abraham, (3:21–4:25), y analizándola en términos de la inversión del pecado de Adán (5:12–21) y, en última instancia, en términos de la liberación de toda la creación (8:17–25). Podemos observar la misma línea de pensamiento en varios pasajes. En Gálatas, toda la exposición del pacto con Abraham, y la forma en que éste alcanza su clímax en Jesús, apunta hacia el mensaje de la ‘nueva creación’ (6:15). En 2a Corintios, el nuevo pacto (capítulo 3) nos lleva a la nueva creación (capítulo 5). Y siempre el cumplimiento se centra en la muerte de Jesús, el acto del cumplimiento del pacto, el momento en el que Dios ejecuta la sentencia final sobre el pecado (Romanos 3:24–26; 8:3), el momento en el que el maravilloso amor de Dios se reveló en toda su gloria (Romanos 5:6–11; 8:31–39).
Esto es cumplimiento, y no abrogación. Sería fácil suponer que Pablo, de camino a Damasco, o más adelante, adquiriese una ideología centrada en la cruz, que le hizo querer abandonar todo lo judío, incluida la idea de que el Dios de Israel por fin iba a cumplir sus promesas. Sería posible (aunque erróneo) interpretar lo acabado de comentar a partir de Filipenses 3:7–8: ‘Lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo’. Pero no es muy coherente. Es verdad que ni Pablo ni ninguno de sus contemporáneos judíos esperaban que Dios actuase así. Pero la comprensión que Pablo llegó a tener de la muerte de Jesús no era una idea nueva que acababa de surgir de la nada. El poder de su ‘evangelio’ provenía precisamente del hecho de que estaba dirigido al mundo pagano, pero llevaba todo el peso de la historia y la tradición judías. Seguro que Saulo el fariseo había leído las escrituras judías como un lamento por todo lo que había ido mal: el fracaso y la deslealtad de Israel, su pecado y rebelión, por los consecuentes desastres nacionales, la derrota, la subyugación y el exilio. Léase el Salmo 74 (por ejemplo) para imaginar a Saulo de Tarso orando fervorosamente en el patio del Templo, bajo la mirada de guardas romanos que vigilaban desde sus torres.
En otras palabras, el destino de Israel –el sufrimiento en manos de los paganos– no había sido pasado por alto. No era irrelevante. Había alcanzado su clímax precisamente con la muerte de Jesús, el Mesías representante de Israel. Cuando Pablo declara que ‘el Mesías había muerto por nosotros según las escrituras’ –así empieza el resumen oficial de ‘el evangelio’ en 1a Corintios 15:3–8– no quiere decir que puede encontrar media docena de textos en las escrituras que él, ingeniándoselas, hará que parezcan predicciones de la crucifixión. Lo que quiere decir es que toda la historia de las escrituras, la gran evolución de cómo Dios trata a Israel, llega a su punto culminante cuando el joven judío de Nazaret fue crucificado por los romanos. Aunque sólo hemos mirado el tema de cómo Pablo ve la cruz muy por encima, hemos dicho lo suficiente como para llegar a la siguiente conclusión: la indigna muerte de Jesús en manos de los paganos fue, para Pablo, el centro y el punto de partida de lo que sería ‘el evangelio’. Era el cumplimiento del mensaje de Isaías. Era la proclamación de la victoria real última. Era el mensaje judío de buenas nuevas para el mundo.
Pero (como algunos dirían) cientos de judíos, jóvenes y viejos, fueron crucificados por los romanos en el siglo primero. ¿Por qué la ejecución de Jesús es tan especial? Pablo ofrece una doble respuesta. Esa crucifixión fue diferente debido a la persona que fue crucificada, y a lo que ocurrió a continuación. Y solemos tratar este tema en sentido inverso al cronológico: la resurrección de Jesús, su estatus mesiánico, y el hecho de que, por lo tanto, es el Señor del mundo. Así, la resurrección y la crucifixión son los elementos básicos de ‘el evangelio’ de Pablo.
Wright, T. (2002). El verdadero pensamiento de Pablo: Ensayo sobre la teología paulina. (N. A. Ozuna, A. F. Ortiz, L. R. Fernández, & J. O. Raya, Eds., D. G. Bataller, Trad.) (pp. 52–55). Viladecavalls, Barcelona: Editorial Clie.

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