La Trinidad que era un misterio que se insinuaba en el Antiguo Testamento se revela en el Nuevo Testamento. Los autores humanos de las Escrituras, inspirados por el Espíritu Santo, miran hacia atrás e interpretan el Antiguo Testamento a la luz de la realidad de la encarnación y la presencia del Espíritu en ellos.
El testimonio del Nuevo Testamento sobre el Dios trino comienza bien pronto en los relatos del Evangelio. En los Sinópticos se ve en la historia del bautismo de Cristo, donde cada una de las tres personas de la Divinidad está presente simultáneamente (Mt 3:16–17, Mc 1:9–11, Lc 3:21–22). Cuando el Hijo emerge del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él y el Padre lo reafirma verbalmente. El relato del bautismo que encontramos en el Evangelio de Juan (Juan 1:29–34) viene a través del propio recuerdo del Bautista, que confirma el bautismo del Hijo, así como el descenso del Espíritu sobre él. También ofrece el relato personal del Bautista de la afirmación verbal del Padre acerca del Hijo, cuando dice: “Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo” (Juan 1:33).
Al comienzo de su evangelio, el apóstol Juan proclama la pluralidad dentro de la Deidad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (1:1). Aunque claramente distinto de Dios, la “Palabra” es, al mismo tiempo, Dios, y también “es con Dios”. La ausencia del Espíritu en este pasaje no es motivo de preocupación, como tampoco lo son aquellos pasajes que hablan sólo de Dios (Stg 2:19). Esos pasajes que mencionan únicamente al Padre y al Hijo (1 Cor 8:6; Gal 1:3–4) no niegan la divinidad del Espíritu, sino que sirven para reiterar la pluralidad que existe dentro de la Deidad.
Otra forma en que la Trinidad se presenta en el Nuevo Testamento es en fórmulas triádicas, la más familiar de las cuales se encuentra en la Gran comisión de Mateo 28:19: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Aquí el “nombre” comunitario compartido por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es indicativo de su naturaleza divina común. Fórmulas triádicas similares aparecen en otros lugares, sobre todo en las epístolas paulinas (2 Cor 13:14; Ef 4:4–6).
Esta idea de naturaleza divina es otra manera en que el Nuevo Testamento presenta la Trinidad, atribuyéndola a cada una de las personas de la Deidad. En diversos lugares al Padre se le denomina explícitamente “Dios”, aclarando así a la persona y distinguiéndolo del Hijo y del Espíritu (Jn 6:27; 20:17; Gal 1:1; Ef 4:6; Fil 2:11; 1 Pe 1:2).
Asimismo, en varios pasajes al Hijo se le llama explícitamente “Dios” sin reservas (Jn 1:1, 20:28, Tito 2:13; Heb 1:8), mientras que en otros lugares esta atribución es más implícita. En Mateo 9:4, el Hijo demuestra una omnisciencia característica de la divinidad. En Juan 17:5 Jesús describe la gloria que compartió con el Padre antes de que el universo fuera creado, y tanto Colosenses 1:16 como Juan 1:3 declaran que esta creación fue llevada a cabo por y a través del Hijo. Además, su omnipotencia se muestra, de acuerdo con Colosenses 1:17 y Hebreos 1:3, en el hecho de que él mantiene todas las cosas unidas. Esto es de esperar, ya que él es “la imagen del Dios invisible” (Col 1:15), el “resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (Heb 1:3).
Como el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo también es descrito en el Nuevo Testamento como Dios y con las características y acciones indicativas de la divinidad. La descripción más clara quizás sea la de Hechos 5:3–4, donde Pedro explica a Ananías que al mentirle al Espíritu Santo, ha “mentido a Dios”. Al igual que sucede con el Hijo, el Espíritu también hace gala de una omnisciencia divina con la cual escudriña las profundidades de Dios y conoce sus pensamientos (1 Cor 2:10), una habilidad característica tan sólo de la divinidad (Rom 11:33–35). Además, el Espíritu participa plenamente en la salvación lograda y aplicada únicamente por Dios. Él, junto con el Hijo, justifica a los creyentes (1 Cor 6:11) y también los lava, regenera y renueva (Tito 3:5). Es más, Pablo declara que el Espíritu hace morada en los cuerpos de los creyentes como si de un templo se tratara (1 Cor 6:19), una clara indicación de divinidad.
El Nuevo Testamento interpreta el Antiguo Testamento a la luz de la encarnación del Hijo de Dios y la presencia del Espíritu Santo, confesando una pluralidad dentro de la Deidad a la vez que mantiene una fidelidad completa al monoteísmo. Presenta al Dios trino como la fuente y el medio por el cual se ha logrado la salvación para una humanidad que, de otra manera, estaría perdida. Esto resulta evidente en 1 Pedro 1:2, donde Pedro habla de la elección “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo”.
Lycans, Z. (2018). La Trinidad en el Nuevo Testamento. En M. Ward, J. Parks, B. Ellis, & T. Hains (Eds.), Sumario Teológico Lexham. Bellingham, WA: Lexham Press.

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