LEY Y SALVACIÓN

Dicho en los términos más sencillos, el pacto del Sinaí transmitía la voluntad de Yahvé para aquello en lo que quería que Israel se convirtiera, tanto en relación con él como con las naciones desheredadas. Israel debía estar teológica y éticamente separado del resto. Estas distinciones no eran obligaciones, sino sugerencias. Israel debía ser santo (Lv 19:2) y cumplir el propósito edénico original de Dios de extender su influencia (el gobierno de su reino) por todas las naciones.

El estatus de Israel como posesión particular de Yahvé no era un fin en sí mismo, sino el medio por el cual Israel atraería a todas las naciones de vuelta a Yahvé (Dt 4:6–8; 28:9–10). Esta es la idea que hay detrás del concepto de Israel como un “reino de sacerdotes” (Ex 19:6) y “una luz para las naciones” (Is 42:6; 49:6; 51:4; 60:3). No es de extrañar que el libro del Apocalipsis utilice el mismo lenguaje en relación a los creyentes en Apocalipsis 5:10, una escena del consejo divino, en conexión con gobernar toda la tierra. La nación entera heredó el estatus y el deber de Abraham, de que a través de él —y ahora de ellos— todas las naciones serían bendecidas (Gn 12:3).

Pero ¿acaso esta salvación venía como consecuencia de obedecer unas normas? Hacer esta pregunta es perder de vista lo principal. La salvación en el Antiguo Testamento significaba amar a Yahvé y solo a él. Uno debía creer que Yahvé era el Dios de todos los dioses, confiando en que este Dios Altísimo había decidido entablar una relación de pacto con Israel, en detrimento de todas las demás naciones. La ley era el modo en que uno demostraba ese amor, esa lealtad. La salvación no era merecida. Solo Yahvé había iniciado la relación. La elección de Yahvé y las promesas del pacto debían ser creídas. La lealtad creyente de un israelita se mostraba a través de la fidelidad a la ley.

El núcleo de la ley era la fidelidad exclusiva a Yahvé, sobre todos los dioses. Adorar a otros dioses era demostrar la ausencia de fe, amor y lealtad. Hacer las obras de la ley sin que el corazón estuviera en sintonía con Yahvé resultaba inadecuado. Es por esto que en la Torá, la posesión de la tierra prometida va repetida e intrínsecamente ligada a los dos primeros mandamientos (i.e., mantenerse alejado de la idolatría y la apostasía).18

La historia de los reyes de Israel ilustra este punto. El rey David fue culpable de los peores crímenes contra la humanidad en el incidente con Betsabé y Urías el heteo (2 Sm 11). Está claro que violó la ley y merecía la muerte. Sin embargo, su fe en quién era Yahvé entre los dioses nunca flaqueó. Dios fue misericordioso con él y lo libró de la muerte, pese a que su pecado tuvo consecuencia durante el resto de su vida. Pero no había duda alguna de que David siempre fue un creyente en Yahvé y que nunca adoró a otro. Ahora bien, otros reyes de Israel y Judá fueron desechados y ambos reinos enviados al exilio, y todo porque habían adorado a otros dioses. Los fracasos personales, incluso de la peor especie, no enviaron a la nación al exilio. Escoger otros dioses, sí.

Lo mismo puede decirse en el Nuevo Testamento. Creer en el evangelio significa creer que Yahvé, el Dios de Israel, vino a la tierra encarnándose en forma humana, que murió voluntariamente en la cruz como sacrificio por nuestros pecados y que resucitó al tercer día. Este es el contenido de nuestra fe a este lado de la cruz. Nuestra lealtad como creyentes queda demostrada obedeciendo “la ley de Cristo” (1 Cor 9:21; Gal 6:2). No podemos adorar a otro. La salvación significa lealtad a Cristo, que era y es el Yahvé visible. No hay salvación en ningún otro nombre (Hch 4:12), y la fe debe permanecer intacta (Rom 11:17–24; Heb 3:19; 10:22, 38–39). Los fracasos y pecados personales no son lo mismo que cambiar a Jesús por otro dios, y eso Dios lo sabe.

Así pues, la lealtad creyente no era algo simplemente académico. Por definición debía ser consciente y activa. Israel sabía que su Dios había luchado por él y lo amaba, pero la relación llevaba aparejada unas expectativas. Al poner rumbo a la tierra prometida, Israel iba a tener recordatorios diarios y visibles no solo de la presencia de Yahvé sino de su absoluta otredad. Contar con la presencia divina acompañándole a uno podía ser algo fantástico y, a la vez, aterrador.

18 Lv 26; Dt 4:15–16; 5:7; 6:14; 7:4, 16; 8:19; 11:16, 28; 13:2, 6, 13; 17:3; 28:14, 36, 64; 29:18; 30:17–18.

Heiser, M. S. (2019). El Mundo invisible: Recuperando la cosmovisión sobrenatural de la Biblia. (D. Lambert, Ed.) (Primera edición). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.

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