Elohim creó los cielos y la tierra con el fin de manifestar su gloria. También Él quiso glorificarse de manera muy especial por medio de la creación del ser humano. El Catecismo Menor de la Asamblea de Westminster tiene una pregunta que juntamente con su respuesta ha llegado a ser clásica en la teología protestante: «¿Cuál es el fin principal del hombre? Respuesta: El fin principal del hombre es el de glorificar a Dios, y gozar de Él para siempre (Ro 11:26; 1 Co 10:31; Jn 17:22, 24)».43
En relación con nuestro estudio antropológico y misionológico de Génesis 1–3, podemos decir que Adán y Eva glorificarían a Dios sujetándose al propósito para el cual Él los había creado, es decir, que ellos fuesen agentes de su reino en la tierra.
El señorío del ser humano
El relato genesíaco de la creación nos enseña que el ser humano es celestial, por cuanto viene de las manos del Creador mismo; pero es también terrenal, formado del «polvo de la tierra». Es espiritual y corporal, auténtico terrícola creado como parte de este planeta, para que viviera en él y lo gobernara en nombre del Señor de cielos y tierra. Adán y Eva no fueron creados como meros visitantes de este planeta, sino como sus residente y gobernantes. Eran ellos como virreyes del Dios soberano en el mundo. Dicho de otra manera, ellos ejercían señorío sobre la naturaleza como representantes y mayordomos del Señor, quien les delegó autoridad y les impartió capacidad para que participasen en la obra de proteger y gobernar la vida en la tierra. Desde que fueron creados tenían una misión que cumplir.
De acuerdo al decreto soberano del Creador, todos los animales—ya estuviesen éstos en la atmósfera, o en las aguas o en la tierra—y todas las plantas, debían sujetarse a Adán y Eva. Este señorío humano sobre el mundo animal y vegetal se basaba en el propósito providencial de Dios y en la dignidad especial de que estaban revestidos el hombre y la mujer en virtud de haber sido creados a la imagen y semejanza de Él. Por ejemplo, Adán muestra su señorío sobre los animales cuando por disposición divina les da nombre (Gn 2:19). En el Oriente antiguo dar nombre era signo de autoridad.
El señorío de Adán y Eva sobre el mundo de las plantas es evidente. Leemos en el libro de Génesis que al principio, tanto el ser humano como los animales, se alimentaban solamente de vegetales (Gn 1:29–30). Von Rad comenta:
Las muertes y las matanzas no han entrado pues en el mundo por orden de Dios. También aquí habla el texto no sólo de algo sin lo cual el testimonio de la fe en la creación quedaría incompleto. No se derrame sangre en el mundo animal; no haya agresiones mortíferas por parte de los hombres. Palabras divinas que significan una limitación del humano derecho de soberanía. La era noaítica conoce otras ordenanzas de la vida.44
Eugene H. Maly sugiere que en la referencia al alimento del hombre y de los animales «se esboza la paz que existía al comienzo por voluntad de Dios. Esta armonía, que también caracterizará a los tiempos escatológicos (cf. Is 11:6–8) se rompe más tarde (Gn 9:2–4), probablemente como consecuencia del pecado».45
En Génesis 3:21 y 4:4 se ve ya el sacrificio de animales. Es posible que Abel aprovechara para su alimento por lo menos una parte de la carne de las víctimas que él ofrecía en sacrificio a Yahvé. En Génesis 7:2 se habla de la diferencia entre animales puros e impuros; y después del diluvio el Señor le dice a Noé y su familia. «Todo lo que se mueve y vive, os será por mantenimiento: así como las legumbres y plantas verdes, os lo he dado todo. Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis» (Gn 9:3–4).
Dios es el soberano sobre toda la creación, y al ser humano le fue dado dominio no solamente sobre los animales y las plantas, sino sobre todo el planeta: «Llenad la tierra y sojuzgadla» (Gn 1:28). Tan grande privilegio y responsabilidad nos hace recordar el así llamado «Salmo de la creación», o sea el Salmo 8. Después de declarar que Dios ha revelado la gloria de su nombre «en toda la tierra», y «puesto su gloria sobre los cielos», el salmista agrega que el Señor ha hecho al hombre «poco menor que los ángeles», coronándolo de «gloria y de honra» y haciéndole «señorear sobre las obras de sus manos». «Todo lo pusiste debajo de sus pies», exclama el hagiógrafo, como extasiado con tan grande honor, y da como ejemplos de ese «todo» los animales domésticos, las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar.
A la luz de otros textos bíblicos entendemos que este dominio lo tiene en plenitud el postrer Adán, el Verbo que «se hizo carne» (Jn 1:14; Mt 28:18; Heb 2:5–9; Flp 2:5–11). Como el representante por excelencia de lo humano, Cristo ejerce no solamente el dominio de que habla el Salmo 8, sino también el que se extiende a todo lo que existe más allá de nuestro planeta, al cual se limitaba el señorío del primer Adán. Así lo ve F. F. Bruce en su comentario a las palabras de Hebreos 2:8: «Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él».46 El escritor de esta epístola añade que «todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas». Sin embargo, el «todavía no» indica que sí le estarán sujetas. Según la revelación bíblica, Cristo manifestará plenamente su soberanía sobre las cosas que están en la tierra y sobre las que están en los cielos. Nunca ha podido el ser humano ejercer tal señorío. La fidelidad y exaltación del postrer Adán se hallan en profundo contraste con el fracaso del primer Adán. Pero, por su gracia, Cristo hará que los creyentes en Él, participen también de su reino futuro (2 Ti 2:12). Lo que no hizo por nosotros el primer Adán, lo logra con creces el postrero.
Por supuesto, volviendo al Salmo 8, debemos subrayar que el hagiógrafo se refiere al relato de Génesis 1–2; aunque según el propósito de la revelación divina, el mensaje tiene trascendencia mesiánica, como se comprueba en Hebreos 2:6–8.
43 Catecismo Menor de la Asamblea de Westminster, Filadelfia, Comisión Presbiteriana de Publicación y de Obras de Escuelas Dominicales, 1919, p. 3.
44 Von Rad, Génesis, p.72.
45 Eugene H. Maly, «Génesis», Comentario San Jerónimo, Raymond E. Brown y otros, editores, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1971, I, p. 70.
46 F. F. Bruce, The Epistle to the Hebrews, The New International Commentary of the New Testament, Grand Rapids, Michigan, Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1975, pp. 36–37.
Emilio Antonio Núñez, Hacia una misionología evangélica latinoamericana (Santa Fe – República Argentina: COMIBAM Internacional – Dpto. de Publicaciones, 1997), 47–50.
