El dispensacionalismo clásico pretendía organizar las Escrituras en torno a un dualismo soteriológico: una redención celestial que daba lugar a un pueblo celestial y una redención terrenal que daba lugar a un pueblo terrenal. Aunque unieron el dualismo clásico en una salvación común (en el «cielo» o en «la nueva tierra»), los dispensacionalistas revisados siguieron siendo sorprendentemente antropocéntricos en su lectura de las Escrituras y su organización de la teología. El dispensacionalismo progresista considera que Cristo es la clave para entender las Escrituras y el centro adecuado del pensamiento teológico.
Por supuesto, otras teologías, incluso formas anteriores de dispensacionalismo, también podrían decir que Cristo es la clave de las Escrituras. Los dispensacionalistas progresistas, sin embargo, tratan de entender la presentación de Cristo en el Nuevo Testamento de una manera histórico-literaria. Lo que surge es una imagen de Cristo complementaria a las promesas históricas de los pactos bíblicos y en consonancia con la revelación progresiva de la profundidad y el alcance de la redención. Esto es lo que nos lleva a una redención holística, que abarca todos los aspectos de la vida humana.
Siguiendo la creencia tradicional en la unidad de la Persona de Cristo y la integridad de las naturalezas divina y humana (porque creemos que esta interpretación está confirmada por la lectura repetitiva de las Escrituras por parte de la Iglesia), buscamos, no obstante, comprender la revelación de su deidad y el significado de su humanidad de una manera histórica. Él debe ser entendido a la luz de una historia de redención revelada en el Antiguo Testamento y continuada en el Nuevo. Nuestro estudio de los pactos y el reino confirma esto. En otras palabras, Él es el Mesías, el Rey ungido del eschaton, que cumplirá las promesas de la alianza.
Como Dios, también debe interpretarse a la luz de una historia de redención, tal como Dios se ha revelado en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento lleva adelante esta interpretación de Dios, como hemos visto también en los capítulos anteriores. Esto significa que Él es ese Dios que ha hecho las promesas de la alianza, que se espera que venga en la era escatológica y gobierne la tierra y a todos sus pueblos, quitándoles la culpa y llevándolos a una comunión estrecha y eterna consigo mismo, bendiciéndolos con la vida, como Él quería que vivieran, para siempre.
En Jesucristo, el gobierno divino y el humano se unen en una sola Persona. Es la revelación de la reconciliación definitiva. La tensión entre el gobierno davídico y el divino se elimina en la unidad de la persona y la acción de Cristo. Así pues, la Encarnación es crucial para garantizar la salvación de los seres humanos, pues al menos este ser humano tiene una vida humana eterna, imperecedera. Su expiación es crucial para llevar el perdón y la justificación a todos. Su resurrección de entre los muertos revela tanto la inmortalidad humana como el poder divino.
Sin embargo, la teología ha tendido a tratar la humanidad de Cristo de forma genérica. Esto puede verse, por ejemplo, en el análisis cristológico tradicional de su naturaleza humana. En la práctica, esto ha significado la «gentilización» de Cristo. Pues su judaísmo, y específicamente ese papel de Hijo judío de David, se pierde en este análisis típico. Lo que falta es una reflexión seria sobre ese otro principio cristológico de la inhominización, que afirma que Cristo no carece de personalidad humana (que tiene una naturaleza humana desnuda pero no una identidad humana real). Sin embargo, para protegerse del nestorianismo (la herejía según la cual Jesucristo es en realidad dos personas, una divina y otra humana), la cristología ortodoxa afirmó que Cristo tiene personalidad humana real en la persona del Hijo Eterno de Dios, Segunda Persona de la Trinidad. La cuestión aquí, sin embargo, es que la ortodoxia afirma que el Cristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. Pero, ¿qué hombre? El hombre genérico
Argumentaríamos que en las Escrituras, Él es ese hombre predicho por los pactos y las profecías, un hombre de destino delineado en esas promesas y profecías de los pactos. Este destino debe entenderse histórica y revelacionalmente a través del Nuevo Testamento. En otras palabras, Él es la persona que el Antiguo Testamento esperaba que fuera. Pero es más, lo que se ve claramente en su revelación como Dios. Pero no se trata de una mera deidad ontológica. Es el Dios que no sólo es eterno y último poder, última vida y muerte para nosotros, sino el Dios que dijo que vendría y comulgaría con nosotros en un reino eterno. Este extra que el Nuevo Testamento revela en Cristo no elimina ni erradica al Cristo que se esperaba. Aumenta su retrato y su papel. Un aumento que mantiene lo que había antes, a la vez que lo amplía. La teología tradicional ha luchado contra la tentación de dejar que lo que hay de más en Cristo elimine lo que se esperaba. Pero éste es el camino hacia el docetismo (la herejía de que Cristo sólo apareció como hombre). Porque es precisamente en la expectativa bíblica de Cristo, el Hijo de David, soberano de todas las naciones, donde se encuentra su humanidad. Él es ese hombre, el hombre de las profecías, el Hijo de David-Hijo de Dios (en el sentido pactado de Hijo de Dios, es decir, el Rey) que gobernará las naciones del mundo.
Puesto que en la teología del Antiguo Testamento se espera que el Hijo de David sea ese Hijo del Hombre (Sal. 8), es decir, ese Hombre en el que se realiza en última instancia la imagen de Dios para el hombre, en consecuencia, vemos en Jesucristo el cumplimiento de la vida humana y el dominio en la creación de Dios. Conectado a Él está el futuro de la raza humana. Pero se trata de un género humano en su pluralidad concreta. Esto es lo que vemos en las profecías de que Cristo gobernaría a todas las naciones de la tierra. Es una reconciliación, no sólo de la humanidad con Dios, sino de la humanidad consigo misma en toda su multiplicidad. Es la reconciliación del Hijo de David con los demás judíos y con los gentiles, que conduce a la reconciliación de estos pueblos entre sí.
En consecuencia, vemos a Cristo concretamente, no de forma abstracta o genérica. Lo vemos concretamente como el Dios de Israel y de todas las naciones, encarnado en Jesús, Hijo de David. Este es el Dios que ha revelado su intención de habitar en y con la humanidad. La inhabitación se revela primero en Cristo mismo y se extiende a nosotros en esta dispensación -judíos y gentiles que confían en Él- de una manera inaugural, depositaria, esperando la plena revelación de Dios en nosotros en la próxima dispensación (nuestra glorificación). La morada con la humanidad confirma los aspectos colectivos y corporativos de la vida humana, sus verdaderas características nacionales, políticas y sociales. Dios tiene la intención de estar en comunión con una humanidad corporativa (por eso ordenó a los seres humanos que llenaran la tierra, lo que lleva no sólo a la diferenciación individual, sino a la diferenciación colectiva en familias, tribus y naciones). El Dios revelado en Cristo es el Dios que viene a estar en comunión con nosotros de esta manera. Jesucristo es Dios encarnado como Hijo de David, el gobernante político de la humanidad redimida en todos sus aspectos, tanto individuales como nacionales.
Puesto que la Escritura revela que Jesús es este Dios y Hombre, no podemos concebir para nosotros otra relación con Él que la que Él mismo ha revelado para todos los pueblos.
Siendo verdaderamente humano, y siendo el hombre concreto que es, Su relación con otros seres humanos es histórica, es decir, es un hombre que experimenta la historia en relación con la tierra y la humanidad en ella. Lo hizo antes de morir. Su resurrección de entre los muertos le confirmó una relación futura de la que Él mismo habló en términos políticos y espirituales. Cuando nos relacionamos con Él hoy, nos estamos relacionando con ese Hijo de David que es inmortal, que tiene un destino, que viene aquí para gobernar a las naciones. Toda su obra actual debe interpretarse desde esta perspectiva. Está reconciliando consigo a un pueblo -judíos y gentiles- que será la humanidad escatológica de las profecías. El carácter y la calidad de Su obra entre judíos y gentiles hoy no separa más a esos judíos y gentiles de las promesas de dominio mundial que a Aquel que está haciendo la obra. Las Escrituras revelan que esta obra está en consonancia con Su intención general de volver aquí, renovar la Creación y estar en comunión con los redimidos para siempre: Dios habitando con y en la humanidad que Él ha creado.
Cristo es, pues, la revelación del plan y el propósito de Dios: Cristo en su concreción, tal como se interpreta históricamente y en los modelos literarios de la Escritura. Él es la clave de las dispensaciones. El misterio de esta dispensación se debe a Su determinación y a la del Padre como etapa o camino libremente elegido hacia el cumplimiento de la intención divina. Él da a las dispensaciones su unidad -una unidad en el desarrollo histórico, no una unidad estática trascendental ahistórica- y da a los redimidos su identidad como pueblo(s) de Dios.
Craig A. Blaising y Darrell L. Bock, Progressive dispensationalism (Grand Rapids, MI: Baker Books, 1993), 297–301.
